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Cien días, no cien años
N

adie se atrevería hoy a decir que el país vio transcurrir estos primeros 100 días de gobierno sin novedad. Porque si algo ha habido en estas semanas de estreno de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador son novedades. En el flanco de sus formas de gobernar y relacionarse con la sociedad y en el más complicado de la conducción económica y la intervención del Estado en la vida social.

Del primero se ha hablado mucho, pero no lo suficiente. Sin tomar nota del vuelco político portentoso que recorrió todo el año pasado, los actores de la política, desde los partidos, las organizaciones cívicas o los medios de comunicación de masas, reclaman contrapesos, a pesar de que la victoria de la coalición de AMLO tenga su origen en el rechazo masivo, popular, de una manera cínica e ineficaz de entender y hacer la política y ejercer los contrapesos.

Lo que debería estar sobre la mesa, entonces, es la evaluación de esta nueva manera de entender y hacer la cosa pública sobre todo si, en efecto, el código democrático es ya, con todos los asegunes que se quiera, la base del entendimiento ciudadano y del edificio estatal y su reconstrucción. Desde este mirador, pocos pueden afirmar que la comunicación gobierno-sociedad y Presidente-ciudadanía, sea la forma más promisoria de apuntalar dicho entendimiento y auspiciar su expansión en el territorio y los propios corredores del poder.

El peligro de un alejamiento entre el poder y las bases sociales, por la vía del escapismo yla negación sistemática de los hechos, nos acompaña peligrosamente desde que entramos al desfile democrático reinaugurado al fin de la guerra fría y lo que se veía como el triunfo indiscutible de Occidente. Acosados por nuestras propias debilidades estructurales, inauguramos la conversación pluralista acosados por las prisas para no quedarnos fuera del tumulto globalista y nos dimos a una celebración frívola de la misma sin tener las bases necesarias para aprovecharlas en nuestro favor. De aquí la ilusión en la magia del mercado y la aversión al ejercicio de la voluntad organizada por medio del Estado.

Nuestras formas democráticas otorgadas desde arriba por el presidencialismo, pero también arrancadas desde abajo al aparato corporativo, no han servido para equilibrar los excesos naturales y propios del capitalismo. Más bien, sirvieron para legitimar algunos de esos excesos convertidos en política de Estado, como la apertura sin contrapesos ni modulación estatales o el entronizamiento de la estabilidad financiera a toda costa, sin apelar por un momento a las fórmulas fiscales redistributivas, comprometidas con la promoción del desarrollo.

Y así y por ahí hemos seguido, hasta erigir a la corrupción en la varita de sabiduría y virtud para todos nuestros males y vergüenzas. La corrupción, cuando se generaliza como forma de gobierno, corroe el cuerpo y el alma de las economías políticas y las encamina por los senderos de la decadencia. De aquí la enorme capacidad de convocatoria que hoy tiene su combate desde arriba. Siempre podremos encontrar focos y actos de corrupción articulando nuestros más oprobiosos dilemas y sufrimientos.

Sin embargo, en un ambiente de estancamiento económico y parálisis social cunde también la tentación a la anomia, al desconocimiento y rechazo a toda norma y a la justicia por propia mano. Un sendero bien conocido para la autodestrucción, mediante la demolición del Estado y el aplastamiento de toda deliberación política con fines cooperativos. Es decir, la devastación del orden democrático realizada por sus propios súbditos.

No vivimos tal coyuntura y el ánimo voluntarioso de un alivio pronto se ha instalado en el ánimo popular, una manera curiosa de dar juego a los animal spirits que Keynes buscaba como fuente de recuperación del capitalismo postrado de su tiempo. Pero esto, valioso como puede ser, no es suficiente cuando lo que se impone es la falta crónica de actividad económica, el consecuente mal empleo y la penuria fiscal.

Esta es, no lo olvidemos, la peor de las (des) calificaciones que nos pueden asestar. Y no por las tristemente célebres empresas calificadoras del mercado, sino por la evidencia cruel de nuestros propios desarreglos e incomprensiones, disfrazados de violencia social y criminal y cinismo político, so capade realismo y compromiso transformador.

Cien días y hasta 100 propuestas (como las hechas por el Programa Universitario de Estudios del Desarrollo): lo que no puede seguir a la espera es el reconocimiento de nuestro penoso inventario de injusticia social, escaso dinamismo productivo y postración estatal. Afrontar este triángulo siniestro no puede esperar 100 años.