Opinión
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Aprender a morir

Una tanatología amplia

E

n México la tanatología es enemiga de sí misma por la manera como ha sido planteada: mítica, religiosa, esotérica, confusa y contaminada, y todos caen en ese juego. El paliativismo no es caro, lo han comercializado al buscar lo máximo posible y no lo mínimo necesario. Hay un fundamento fisiológico de la muerte y, sin embargo, a familias e instituciones de salud sólo se les ocurre alimentar al paciente terminal, que lo primero que manifiesta es pérdida de apetito, pero entonces venga la sonda nasogástrica y otros recursos para prolongar agonías.

Habla el doctor Jaime Federico Rebolledo Mota, médico cirujano y anestesiólogo por la UNAM, profesor de la Escuela Superior de Medicina del IPN, maestro en ciencias bioéticas, algólogo o especialista en el tratamiento del dolor, principalmente en pacientes terminales; mención honorífica por la tesis La tanatología médica como opción bioética ante el estado terminal, autor de libros como El médico y el dolor, El dolor del médico o El trabajo de morir y, por si faltara, poeta y escultor, por el gusto de estar vivo.

“En enero de 2013 –añade– presenté en la Cámara de Diputados una propuesta para incluir la enseñanza tanatológica en los libros de texto gratuitos, pero es fecha que no hay respuesta. Morir con dignidad no tiene nada que ver con los notarios públicos sino con políticas de salud a cargo de esa secretaría y con información oportuna de apoyo a la familia. El diagnóstico de estado terminal o máximo seis meses de vida, se le debe comunicar al paciente y a su familia pero los médicos suelen informar sólo a los familiares, provocando una cadena de angustias o círculo vicioso de la confabulación del silencio, provocada por los médicos al no hablar claro de la inminencia de la muerte. Aparece entonces el mercado de compra-venta de culpas que genera el conflicto familiar y su claudicación ante la incomunicación y la incapacidad de saber hacer las cosas.”

“Apartar al paciente de los familiares es un grave error. Por eso a los niños hay que hacerlos partícipes de la muerte desde antes de los 12 años, cuando aún no están contaminados por el imaginario colectivo. Nos espanta este imaginario acerca de la muerte, no el que está muriendo. El problema es que nadie sabe qué es la muerte, luego hay que conservarla como ‘misterio’, no como un fenómeno racional natural, como muerte celular programada, apoptosis o simple caída de las hojas.” (Continuará).