Opinión
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Van Gogh en la puerta de la eternidad
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na vida interminable. Pocos artistas plásticos habrán inspirado tanto a los cineastas como el holandés Vincent Van Gogh. Basta revisar algunas de las aproximaciones más notables a su breve vida (37 años) y a su obra prolífica (llegó a pintar 75 obras en sólo 80 días en su estancia en Arles), para entender el magnetismo de un personaje vuelto ya una leyenda. Desde Sed de vivir (Lust for life, 1956), de Vincent Minnelli, hasta Vincent y Theo (1990), de Robert Altman, o la estupenda Van Gogh (1991), de Maurice Pialat, a la cinta de animación Cartas de Van Gogh (Loving Vincent, 2017), de Dorothea Kobiela y Hugh Welchman, en la que 100 artistas relaboraron a mano 853 óleos del artista para ilustrar pasajes de su vida, la fascinación por el pintor no ha decaído un solo momento. Actores tan notables como Kirk Douglas, Jacques Dutronc o Tim Roth han encarnado con solvencia y brío al personaje. Y justo cuando se pensaba que no habría ya lugar o interés por una nueva recreación biográfica, el cineasta y artista plástico estadunidense Julian Schnabel propone, con temeridad e inspiración artística, Van Gogh en la puerta de la eternidad (At Eternity’s Gate, 2018), un intento por plasmar el espíritu mismo de una creación alucinada.

La tentación no es nueva. El también director de Antes que anochezca (2000), sobre el libro homónimo del escritor cubano Reynaldo Arenas, había abordado ya en Basquiat (1996), su primer largometraje, la breve y tumultuosa vida del artista plástico neoyorquino Jean Michel Basquiat, fallecido a los 27 años. En el caso de Van Gogh son dos aspectos los que parecen interesar más al cineasta: el rechazo social que en la provincia francesa despierta su personalidad extravagante y la naturaleza muy heterodoxa de su pintura, y el arrebato casi místico con que el propio artista asume su condición de paria iluminado, un creador lamentablemente incomprendido cuyas obras tendrán como destinatario ideal al público que él jamás habrá de conocer. A partir de esa dolorosa conciencia del pintor privado de reconocimiento y respeto, arrinconado y maniatado en un manicomio de provincia, presa de sus delirios y sus intuiciones magníficas, impotente y lastimado, aunque siempre infatigable y creativo, el director Julian Schnabel ha elegido lo que considera el mejor enfoque narrativo posible: desechar buena parte del andamiaje anecdótico sobre la vida privada del artista, desinteresarse de lo que pudo ser o no ser su efímera plenitud amorosa, su relación con tantos otros colegas pintores del momento (reducida aquí a su contacto con Paul Gauguin, cómplice privilegiado), y limitarse a sugerir el drama espiritual del artista menesteroso y solitario que sólo encuentra alivio y gozo en el contacto con la naturaleza, el vínculo más directo con Dios, y en el irrenunciable cariño y apoyo que le ofrece su hermano Theo. Así, una de las escenas más bellas del filme muestra a Van Gogh (soberbiamente interpretado por Willem Dafoe) refugiándose en el regazo fraterno como la variante de una Pietá mundana. Schnabel ha elegido, de modo consecuente, al protagonista de La última tentación de Cristo (Scorse, 1974) y Pasolini (Ferrara, 2014), dos grandes figuras laceradas, con el fin de evocar la condición de marginalidad total que percibe en el pintor genial de La noche estrellada.

El reto artístico era considerable y la manera en que el cineasta decide mostrar los desvaríos y la sensibilidad del artista encaminado a la demencia resulta arriesgada, a menudo a través de un manejo muy libre y deliberadamente nervioso de la cámara en mano, con variaciones y disolvencias cromáticas que aluden a las texturas de las telas evocadas, con la base de la pantalla difuminada y tomas angulares y vuelcos caprichosos que aluden a la deformación visual de los delirios. No todo ello funciona de modo afortunado, y en ocasiones esas apuestas estilísticas se antojan innecesarias, pero se entiende la intención y se aprecia el riesgo, sobre todo porque la sobriedad de muchas otras imágenes compensan al final buena parte de ese exceso. Una conversación de Van Gogh con un hombre religioso (Mads Mikkelsen) en un hospital siquiátrico muestra esa línea delgada entre la lucidez y el misticismo alucinado que tanto debió perturbar y fascinar a quienes denostaron o amaron al artista vanguardista de austeridad franciscana. Mucho de ese magnetismo oscuro debe prevalecer hasta nuestros días si atendemos a la enorme popularidad de Van Gogh y a ese talento audiovisual que aún sigue inspirando y del que el filme de Julian Schnabel es una ilustración contundente.

Se exhibe en salas de Cinépolis y Cinemex.

Twitter: Carlos.Bonfil1