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Ver día anteriorDomingo 27 de enero de 2019Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Del cambio político y más allá
L

o que hoy vivimos y empezamos a experimentar a lo largo de 2018 es un cambio político de grandes proporciones. Inscrito en un contexto económico y social hostil, abrumado por un desempeño productivo y del empleo cercano al estancamiento y cercado por portentosas tendencias a la anomia social, dicha mutación política ha traído consigo aliento en vastas capas de la sociedad e incitado a la empresa a repensar su papel económico y forma de relación política y hasta retórica con el nuevo gobierno.

No sé si a esto puede llamársele un cambio hegemónico y desde aquí calificar a la coalición ganadora de las elecciones del primero de julio como una formación hegemónica. Porque para serlo, tendría que demostrarse dispuesta a mandar y a trazar un nuevo rumbo para la evolución no sólo política sino socioeconómica del pueblo mexicano, como habría dicho don Justo Sierra. Y tal talante, mandar de otra manera y hacerlo para realizar cambios estructurales de signo distinto a los realizados a finales del siglo pasado, no se ha mostrado con claridad.

Esta opacidad, por lo demás, debe atribuirse a la viscosidad de una coyuntura signada por el vaciamiento del sistema político y la irrupción abierta de la violencia criminal organizada, protagonizada y no por enormes contingentes populares, como ha ocurrido en Hidalgo, pero no sólo ahí.

Estamos en medio de una circunstancia volátil en exceso que recoge la inestabilidad y movilidad de las bases sociales, pero también las enormes dificultades que tienen las formaciones, Morena incluida, para poder encauzar formas de representación que refuercen el pluralismo alcanzado; además de ser capaces de otorgar flexibilidad y firmeza a las nuevas formas del intercambio político y el ejercicio del mando.

La vocería unipersonal, elegida por el presidente López Obrador, ha sido eficaz, pero no existe garantía alguna de que pueda ser un mecanismo duradero de comunicación del poder con la sociedad; tampoco una forma consistente de gobernar y gestar un orden democrático y abierto al reclamo social.

Por ello es que Morena tiene que volverse pronto un partido político formal, y el gobierno debe caminar hacia formas efectivas y creíbles de gobernanza, sostenidas por gabinetes robustos y con discursos que vayan más allá de la confrontación con el pasado y lo pasado.

Una condición ineludible para darle sentido de Estado a la reiterada proclama de que hemos entrado a un régimen renovado y cualitativamente diferente, implica otra forma de hacer y pensar la política; el ejercicio del poder por parte del Ejecutivo nos dice que en la Presidencia se quieren hacer las cosas del poder de otras maneras, pero no es suficiente.

La reconstrucción de la estatalidad mexicana es obligada y pasa por restañar el presidencialismo, pero sobre todo implica restablecer la presencia del Estado en el territorio y en el conjunto de las relaciones sociales. Los brazos del Estado tienen que ser conductos de información y reflexión del centro a la periferia y de ésta hacia las cumbres, aunque nada de eso se va a conseguir a costa del desgaste progresivo, pero inclemente de la figura y salud presidenciales.

Por mal que les pese, los hombres del poder y en el poder tienen que asumirse como eso y dejar las nostalgias movimientistas para los fines de semana. El cambio político que hemos celebrado tiene que traducirse en reales y concretas mudanzas institucionales para encaminarnos sin prisa, pero sin pausa a la gran reforma económica y financiera del Estado que tendrá que arrancar de una convocatoria plural a discutir y llevar a cabo la reforma hacendaria de México.

Sin recursos y capacidad de gasto, no hay persuasión que dure. Mucho menos paciencia que aguante.