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Destrucción
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▲ Nicole Kidman en un fotograma de Destrucción.
C

ulpa, alcohol y serotonina. Destrucción (Destroyer, 2018), quinto largometraje de la neoyorquina Karyn Kusama (Girlfight, 2000; La invitación, 2015), es un thriller de argumento algo convencional y factura aceptable que progresivamente cobra tintes de intenso drama existencial debido a la camaleónica interpretación de Nicole Kidman en el papel de Erin Bell, una antigua detective estrella del Departamento de Policía de Los Ángeles, vuelta aquí un guiñapo humano por las muertes inocentes que no supo evitar. La andrajosa figura de una cuarentona enfundada en jeans y chamarra, soportando el impiadoso bullying de sus antiguos colegas uniformados y el ninguneo desdeñoso de Shelby, su hija adolescente, es una más de las estupendas metamorfosis físicas que Kidman es capaz de realizar. En este caso, la trayectoria de la talentosa directora Karyn Kusama, especializada en cintas de acción neofeministas (Aeon’s Flux, 2005; El cuerpo de Jennifer, 2009), y series televisivas de horror y de suspenso, contribuye a conferir un toque de veracidad a este zombi policiaco femenino, cargado de frustraciones domésticas y culpas laborales, que cualquier otra actriz habría transformado en una caricatura lamentable.

Sacudiendo un poco las rutinas del género policiaco más comercial, los guionistas Phil Hay y Matt Manfredi han elegido alternar continuamente dos franjas temporales, de tal suerte que las faenas rudas de una detective Erin Bell muy joven tienen siempre como contrapunto los agotadores esfuerzos de ese mismo personaje, 17 años después, por mostrarse digna de su pasada reputación enmendado ahora algunos viejos errores. Nicole Kidman encarna con brío esas dos versiones de sí misma, y para hacer más palpable aún esa simbiosis, la trama propone una segunda versión del primer asalto bancario en el que participara la propia Erin, como agente policiaca infiltrado, engañando a los ladrones, enamorándose de paso de un colega detective, y asumiendo luego, durante largos años, con amargura y buenas dosis de alcohol, el catastrófico saldo de esa antigua operación fallida.

Es interesante la manera en que una parte del cine hollywoodense, atenta al desgaste de las fórmulas más convencionales del cine de acción, incorpora a protagonistas femeninos (desde la dirección hasta la interpretación, a menudo el guion mismo), para revitalizar sus propuestas en el momento preciso en que se debate a escala mundial el tema de la violencia de género y cuando surgen las exigencias de una extrema derecha en contra de legislar en favor de las mujeres. El cine de acción estadunidense (desde su vertiente de horror hasta la deriva del neo-noir) ha tenido como máximo exponente a la directora Kathryn Bigelow (Días extraños, 1995; La noche más oscura, 2012), y a actrices tan notables en el género como Jamie Lee Curtis (Acero azul, Bigelow, 1990). En estos tiempos aciagos de una testosterona institucional desbocada, no es un azar que cineastas como Karyn Kusama retomen, a manera de contrapeso, las narrativas tradicionalmente reservadas a sus colegas masculinos, y que en lugar del ya clásico sucio Harry de Clint Eastwood, ofrezcan ahora los retratos más contrastados de antiheroínas aguerridas y melancólicas, con derecho a la independencia y a los desencantos crepusculares de una culpa serenamente asumida, como el que propone el personaje de Erin Bell. La destrucción física y moral que siembra a su paso esta detective prematuramente vencida, aunque siempre infatigable, pareciera ser el saldo de su incursión temeraria en un territorio que sólo podía reservarle una hostilidad permanente.

Se exhibe en salas de Cinépolis y Cinemex.

Twitter: Carlos.Bonfil1