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Medio Oriente: fragilidad de un patrimonio cultural único

E

n marzo de 2001 los talibanes destruyeron en la provincia afgana de Bamiyán dos imponentes estatuas de Buda esculpidas en roca en los siglos III y IV. Tenían 55 y 38 metros de altura. En ese entonces el talibán gobernaba ese país y sus dirigentes se vanagloriaron de eso, pues ‘‘las estatuas de Buda van contra los principios del Islam, que prohíbe adorar ídolos falsos’’.

Esa destrucción la condenó hasta la Organización de la Conferencia Islámica, que agrupa a más de 50 países. Pudo más el fanatismo que ha acabado con miles de figuras arqueológicas de la época en que Afganistán era un centro de la civilización budista, mucho antes de que los ejércitos árabes introdujeran el Islam en el siglo VII.

Pero el fanatismo siguió su camino en otros sitios. Como en Siria. La milenaria ciudad grecorromana de Palmira, que tuvo su apogeo en el siglo III, declarada patrimonio mundial de la humanidad en 1980, fue destruida por los integrantes del Estado Islámico (EI) entre 2015 y 2017.

También acabaron en 2014 con todo rasgo que consideraron ‘‘herético’’ en Mosul, Irak. Como la mezquita al-Nouri, del siglo XII, y la iglesia de Nuestra Señora. En Mosul convivieron pacíficamente por siglos musulmanes, cristianos, judíos, kurdos.

Otra ciudad donde cohabitaron diversas creencias es Alepo, Siria, de 4 mil años y gran actividad comercial. El EI destruyó la parte más importante de su patrimonio cultural. Por conflictos y fanatismo corre peligro Leptis Magna, en Libia, fundada por los fenicios hace 2 mil 500 años, que reúne incalculable riqueza monumental.

Varias organizaciones internacionales buscan reconstruir en lo posible lo que el fanatismo religioso acabó en pocos años. Y advierten sobre la fragilidad de un patrimonio cultural único. Las grandes potencias deben apoyar con dinero esa tarea. Y sobre todo, haciendo que sus intereses geopolíticos en Medio Oriente fomenten la tolerancia en vez del odio.