Opinión
Ver día anteriorJueves 5 de julio de 2018Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La reconciliación
L

a reconciliación de todos los mexicanos por la que abogó Andrés Manuel López Obrador, apenas se asumió como el próximo presidente de la República, representa uno de los mayores desafíos que afrontará durante el largo periodo de transición de su gobierno y más allá. Es un factor indispensable para poder llevar adelante el nuevo régimen propuesto y su tan prometida cuarta transformación. López Obrador lo sabe, como sabe también que pudiera estar enfrentándose a un imposible.

El candidato triunfante debe, en principio, hallar la manera para superar la polarización social generada durante la desgastante campaña electoral repleta de crispación.

Aunque el enorme respaldo social con el que cuenta es inédito –ningún otro candidato presidencial había superado 50 por ciento de los sufragios–, su figura tiene furibundos detractores que dicen desconfiar y aseguran que la moderación de sus discursos más recientes son sólo una apariencia, una máscara que encubre su verdadero rostro autoritario, casi dictatorial.

Al mismo tiempo, voces de dentro –y algunas externas– afirman que temen que el triunfo indiscutible y mayoritario de Andrés Manuel López Obrador ponga en riesgo a las instituciones nacionales y que pudiera devenir en un retroceso de logros todavía frágiles como el equilibrio de poderes, la independencia del sistema judicial o la endeble libertad de prensa.

Andrés Manuel ha salido al paso a los miedos y a las dudas de sus adversarios en un tono mucho más mesurado que el mostrado a lo largo de la campaña. Ha convocado no sólo a la reconciliación, sino que prometió defender y ampliar las libertades individuales y sociales, respetar las instituciones e impulsar los cambios profundos, siempre apegado a la Constitución y a las leyes.

Pero las partes parecen no escucharse. En el fondo de los desencuentros y del encono imperante, no de ahora, ni del sexenio anterior, sino desde hace 12 años cuando el tabasqueño contendió por primera vez para la Presidencia, subyace la diferencia de clases y hasta el racismo. Esos elementos funestos y profundos que los mexicanos negamos, pero que se manifiestan a cada momento.

Este primero de julio el México de las élites fue derrotado por el México de la desigualdad. El México de los privilegiados sucumbió con el voto de los desfavorecidos. Porque en el ejercicio electoral –y sólo por medio del sufragio– cuenta lo mismo la persona más rica, que uno solo de los millones de pobres. Porque el poderoso vale exactamente igual que el ignorado. Y eso, en un país como el nuestro, no se perdona.

Porque en la jerga diaria unos son los pirrurris y los otros, los nacos. Porque en México –como en prácticamente todo el mundo– el color de la piel sí cuenta y hace diferencia.

Por eso, esta elección fue marcada por el voto de la decepción, de la desesperanza y de la rabia. Por el voto de castigo a un sistema incapaz –o desinteresado– en mejorar las condiciones de vida de las mayorías.

A mediados del año pasado, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía dio a conocer, por vez primera, la información sobre lo que llamó la movilidad social intergeneracional, considerando las características sociodemográficas de la población mexicana de 25 a 64 años de edad, y los resultados fueron reveladores: mientras el color de piel es más oscuro, los porcentajes de personas ocupadas en actividades de mayor calificación se reducen; por el contrario, cuando los tonos de piel se vuelven más claros, los porcentajes de ocupados en actividades de media y alta calificación son más elevados.

Estoy convencido de que, pese a todo, el futuro presidente de México no puede quitar el dedo del renglón e intentar la reconciliación nacional por todos los medios y hasta donde sea posible.

Ha mostrado habilidad para incorporar a personalidades que hace no mucho mantenían posiciones críticas a su proyecto de país, pero deberá caminar con pies de plomo.

Los pasos que logre dar en cuanto al combate a la corrupción y a la impunidad; a la disminución de la violencia y a la certidumbre a los mercados, pero sobre todo si consigue mantenerse ajeno a tentaciones autoritarias, apuntarán en la dirección correcta hacia ese encuentro de la sociedad, no importa que éste sea sólo parcial.