Opinión
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El nuevo mapa político
L

a elección del primero de julio no sólo significa un inequívoco cambio de rumbo en el Ejecutivo federal –dominado durante 30 años por gobiernos de orientación neoliberal– sino que también altera bruscamente la composición de los organismos legislativos –el federal y los locales– y el régimen de partidos. El bipartidismo que se gestó desde el sexenio de Carlos Salinas mediante las concertacesiones con el Partido Acción Nacional, en el sexenio siguiente, con la confirmación de ese instituto como segunda fuerza electoral, y después, con la alternancia que puso en manos del blanquiazul la Presidencia durante dos administraciones, ha llegado a su fin.

Tanto el Revolucionario Institucional como Acción Nacional experimentaron sendas derrotas históricas en los comicios recién pasados y a raíz de ellas su peso en la conformación del poder público se ve severamente reducido, en el caso panista, y los priístas quedan convertidos en un partido de segunda división: la coalición que formó con Nueva Alianza y el Verde Ecologista de México, dispondrá únicamente de 63 de 500 diputaciones y de sólo 29 representantes en el Senado de la República. Nueva Alianza y Encuentro Social arriesgan la pérdida de su registro por la ínfima cantidad de sufragios recibidos y el Partido de la Revolución Democrática se convierte en una fuerza marginal, tras perder casi por completo su principal bastión, que era la capital del país.

En cuanto al principal triunfador de la jornada, el Movimiento Regeneración Nacional, recibe una cantidad enorme de puestos públicos, entre gubernaturas, diputaciones federales y locales, senadurías y presidencias municipales, y se convierte en la fuerza mayoritaria del país, un resultado que debe contrastarse con el hecho de que tiene menos de cuatro años de haber recibido su registro como partido.

Esta vasta mutación del escenario político lleva a evocar el colapso de la clase política tradicional en otros países –España, Francia, Argentina, Ecuador, Bolivia– y a recordar el fenómeno internacional de la crisis de los partidos tradicionales, ante los cuales las sociedades han desarrollado un hartazgo cada vez más claro. Desde esta perspectiva, lo ocurrido el pasado domingo no puede ser considerado una elección común y debe ser visto en clave de una rebelión del electorado ante el modelo bipartidista que se pretendió imponer en el país, la invariabilidad de la política económica a pesar de las alternancias formales y la persistencia de la corrupción y la descomposición institucional como fenómenos transpartidistas.

Por lo que respecta a la coalición triunfante, Juntos Haremos Historia, su componente central, Morena, y el Acuerdo de Unidad que permitió la participación en esa fórmula de personalidades de diversas ideologías, procedentes de partidos rivales e incluso de recientes adversarios del morenismo, es un enigma la manera en que esa alianza entre disímiles e incluso entre contrarios habrá de gestionar sus diferencias en pleno ejercicio del poder.

Una cosa es cierta: el panorama partidista que caracterizó la vida pública durante tres décadas se esfumó bruscamente el pasado primero de julio.