Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de marzo de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Reflexiones reiterativas
C

ada vez que estoy por empezar a leer un libro importante siento que no voy a poder leerlo. Por fortuna, en la mayoría de las ocasiones mi inquietud desvanece en el momento en que respiro profundo y, decidida, empiezo la lectura que, por lo general, corre con tal fluidez que me río de mi ansiedad inicial y, relajada, leo placenteramente.

En estos últimos meses me sucedió con Anna Karénina y con Los miserables, novelas básicas para la cultura de medio mundo, pero en particular para la de todo escritor. No voy a comentarlas, pues ya sea que tuviera que admitir que no estoy a la altura de los mayores comentaristas que lo han hecho a través de las épocas, o bien que todavía no se me haya formado un comentario propio que juzgara válido para compartirlo con el lector. Pero sí voy a detallar alguna reflexión que me he hecho cuando por fin leo un texto esencial cuyo conocimiento pospuse durante un tiempo exagerado.

Tras estas lecturas, me saltó a la vista que en mi vida de lectora, que rebasa bien el medio siglo, he leído al revés por lo que hace a dificultad evidente de lectura. Es decir, si a mis 30 años leí a Dostoievski y a Voltaire al menos con comprensión, si no tanto con retención y con placer, extraña, o me extraña, que me haya tardado otros treinta y tantos años para encontrarme dispuesta a leer a Tolstoi y Víctor Hugo, a quienes me doy cuenta de que leo con una soltura que ya habría yo querido tener con sus compatriotas aludidos.

No olvido la emoción y el asombro que me invadieron cuando leí Los hermanos Karamazov y Cándido o el optimismo. ¡Qué sensación de logro y qué orgullo de lectora! Pero sería deshonesta si no admitiera el esfuerzo que tuve que hacer para adentrarme en y concluir esas lecturas, aun cuando su extensión, en comparación, fuera relativamente más breve que la de las otras que he nombrado.

No descarto que la dificultad estuviera en mí más que en los libros en sí, dificultad debida a una ansiedad quizás exagerada, una confusión que venía de lejos y que me ofuscaba de tan pesada. Sin embargo, tampoco ignoro que, incluso con la ansiedad y la confusión, haber sustituido a los Karamazov por la Karénina me habría sido no sólo más fácil sino mucho más placentero. Por eso digo que en mi vida de lectora he leído al revés.

Desde aquel tiempo del que hablo, por otra parte, alternaba las lecturas importantes con otras, o me ocupaba simultáneamente de ellas, si no básicas ciertamente sí ilustrativas o útiles y eficaces en especial para el lector que es escritor, buen consejo cuya práctica no he interrumpido.

Si en este sentido entonces leí Cómo leer un libro, de Mortimer J. Adler, o Los elementos del estilo, de William Strunk, Jr. y E. B. White, ahora leo Sigo escribiendo, de Dani Shapiro, o Memorias de un librero, de Héctor Yánover. Como digo, se trata de ensayos sobre el arte de leer y el de escribir que, aparte de que se leen sin tropiezos, algo enseñan.

Son lecturas a las que, si uno no tiene la fortuna de toparse con un buen guía (persona u otro medio) puede acercarse instintivamente al ver el título y creer que al leerlo o estudiarlo saldrá de no sé cuántos atolladeros que reconozca padecer o incluso de los que ni siquiera estuviera consciente.

Ahora que leí Sigo escribiendo me pareció que, de haberlo leído en mi juventud –o de Shapiro haberlo escrito en mi juventud, es decir, cuando ella estaba naciendo– quizá con sus consejos me habría ayudado a liberarme de la ansiedad y la confusión de las que he hablado con mayor facilidad que otros procesos. Pero digo que probablemente me habría liberado más fácilmente de estos impedimentos pues los métodos que propone al menos parecen implicar menos dolor, esfuerzo y tiempo.

Shapiro se refiere tanto a lo que otros autores han encontrado como diferentes ayudas como a técnicas como las de la yoga, tanto unas como otras que ella misma ha experimentado. En un ejercicio, hay que colocar las palmas de la mano debajo de la barba y, una a una, escupir sobre ellas todos y cada uno de los corajes, dolores, resentimientos, odios, temores, titubeos, etcétera, que uno tuviera para, de esta manera, liberarse de ellos y poder sentarse a escribir. No que Shapiro no admita que todos estos obstáculos constituyen lo que nos lleva a darles salida a través de su transformación en literatura. Pero ofrece tantos subterfugios que da para escoger.