Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 19 de julio de 2015 Num: 1063

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Esquirlas que dialogan
con José Ingenieros

Juan Manuel Roca

Pelear para sobrevivir
en la naturaleza

Renzo D’Alessandro
entrevista con Havin Güneser

Travesía
Mariana Pérez Villoro

La vida con Toledo
Antonio Valle

El imprescindible Toledo
Germaine Gómez Haro

Canicular
Tour de France

Vilma Fuentes

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Las erinias
Olga Votsi
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Llueva, truene o relampaguee

Los únicos empleados del gobierno por los que siento una viva simpatía son los bomberos, los médicos y los carteros. Los bomberos porque ganan poco y son heroicos. Cuando, hace unas semanas, se incendió un asilo para ancianos en Mexicali, hecho en el que murieron dieciocho personas, escuché por la radio el testimonio de una mujer que aseguraba que uno de los bomberos había llorado de impotencia porque la pipa que llevaban no tenía presión y apenas agua. Me hizo polvo.

Sinceramente, lo menos que merecemos todos, bomberos y ciudadanos, es agua en la pipa y equipo eficaz: no una manguera sin presión y un camión con las llantas lisas. Pero estamos en México, el país de la Guardería abc y del asilo Hermoso Atardecer. Ya ni la amuelan. Los médicos me caen bien porque suelen, casi todos, echarle ganas en condiciones casi tan malas como las de los bomberos. Pero uno sólo se encuentra con bomberos y médicos en circunstancias emocionantes, por decir lo menos, así que seguro hay una parte de mí que los ve como salvadores.

En cambio, la simpatía que siento por los carteros tiene otro signo: me caen bien porque pertenecen a una institución que tiene miles de años de creada: el correo. La Wikipedia nos informará que el correo se creó poco tiempo después de la escritura. Herodoto registró en los libros de la Historia las hazañas de los mensajeros persas, jinetes que recorrían el camino real de un lado a otro del Imperio Aqueménide. Según Herodoto, los mensajeros postales de Darío eran capaces de recorrer en quince días un tramo del camino real que iba de Sardes, ahora Turquía, hasta Babilonia, ahora Bagdad. Quince días a todo galope, cambiando los caballos agotados por monturas frescas en las postas. En zonas peligrosas los mensajeros eran protegidos por soldados, con las cartas (imagínese el lector unos papiros cubiertos de escritura cuneiforme) en la bolsa que colgaba del arzón. A ellos se debe el juramento “ni la lluvia, ni la nieve” que ha sido adoptado por todos los carteros del universo.


Viñeta de Juan Puga

Como este artículo no es una clase de historia sino una expresión de pasmo, quiero manifestar que aunque los carteros son mis servidores públicos favoritos, no confío en la institución para la que trabajan.

Hace años, durante un viaje a Austin, decidí enviarle al hombre con quien vivía entonces una larga carta llena de fotos y babosadas varias. Nunca llegó. Como adoro las novelas de John Le Carré, sigo al pie de la letra los consejos que George Smiley, maestro de espías, imparte a sus aprendices. Por eso, he continuado enviándome yo sola cartas desde cualquier lugar adonde vaya. He comprobado con tristeza que si el sobre queda un poco pachón, no llega. Se hace sospechoso de transportar riquezas y se pierde, eufemismo que quiere decir que alguien se lo quedó.

Unos meses después de lo de Austin, me fui a Pátzcuaro a comprar una vajilla. Desde ahí le envié a mi gato Merlín una tarjeta postal que mostraba la Plaza de Tata Vasco. La tarjeta decía “Querido R.: Por favor léele a Merlín lo siguiente: miau miau miau purrumau. Firma: Verónica.” También se perdió.

Todo se esfuma. Ahora que me he convertido en una aficionada a mirar subastas –de ropa usada– en eBay, me he percatado de que México está en una lista de países en los que no se puede confiar. La gente no quiere mandar cosas para acá. En la lista del Eje Perdelón están, por ejemplo, Sierra Leona, Egipto y Haití, lugares en los que, desde luego, los carteros han de enfrentar problemas muy serios.

Estoy segura de que el cartero, el hombre que va con la bolsa en la moto, es inocente. El culpable es un extraño funcionario que está en la frontera. Un señor cuyo cargo es semejante al de un agente de aduanas.

Me lo imagino sentado sobre una pila de paquetes. Muerto de risa, como un Santa Claus con uniforme rosa y verde, arroja en todas direcciones las cartas, postales y paquetes. Los patea, los abre, se burla un poco. Y mientras, mi vestido usado, rarísimo, como de monje, no llega.

En el cine, cada vez que alguien abre una carta ajena, otro actor le dice: “¡Estás cometiendo un delito federal! ¡Puedes ir a la cárcel!” El funcionario ése jamás va al cine.

Tienen razón los que no mandan nada para acá. Nuestras cartas y paquetes están en una bodega. Mientras, el pobre cartero reparte boletas de agua y requerimientos de Hacienda. Él no tiene la culpa. La tiene el de arriba. Se los apuesto.