Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 19 de julio de 2015 Num: 1063

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Esquirlas que dialogan
con José Ingenieros

Juan Manuel Roca

Pelear para sobrevivir
en la naturaleza

Renzo D’Alessandro
entrevista con Havin Güneser

Travesía
Mariana Pérez Villoro

La vida con Toledo
Antonio Valle

El imprescindible Toledo
Germaine Gómez Haro

Canicular
Tour de France

Vilma Fuentes

Leer

ARTE y PENSAMIENTO:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Las erinias
Olga Votsi
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
 

Autorretrato (soņador), 1996

Antonio Valle

Un zapoteco inquietantemente europeo.
El contemplador del gran arte del mundo

La chica y yo nos encontramos en el Museo de Arte Moderno. Cada quien por su lado había llegado a la gran exposición retrospectiva de Francisco Toledo. Fue Federico Gamboa quien, a finales de los años setenta, coordinó los inimaginables trabajos para llevar a cabo una muestra de semejantes dimensiones. Nuestras miradas se cruzaron por un instante justo en el momento en que ella entornaba los ojos tratando de entender lo que sucedía en el cuadro De sobremesa. Sonreía divertida mientras sus ojos color mar Egeo se deslizaban en la tela. Se me ocurrió que aquella obra podría titularse La sorpresa. Tenía la impresión muy clara de que Toledo irrumpía sobre una puerta para, de pronto, descubrir una insólita escena. Digo insólita, para una sensibilidad cosmopolita como la mía; sin embargo, años más tarde pude comprobar que lo que sucedía en aquella pieza podía ser absolutamente verosímil para la vida cotidiana de los zapotecos de Juchitán, Oaxaca. En el lienzo se ve la cabeza, las colitas de caballo, los pechos y las puntas erguidas de una joven tirada de espaldas sobre una mesa de madera (mesa como las que solía usar Toledo en el iago para atender a sus visitantes). Encima de ella, un hombre –del que solamente vemos su sombrero y los dedos apoyados en la orilla de la mesa–, le hace el amor a la muchacha. Debajo de la mesa se ven las piernas bonitas de ella, que trae puestas unas zapatillas con las que apenas y toca el piso de madera; mientras, el amante se ve muy bien plantado enfundado en unos zapatos “de diseño.” Bajo la fantástica mesa del amor, un puerquito amarrado a una enorme calabaza saca la lengua como si él también se deleitara del festín. La escena es contemplada por dos personajes retratados desde una fotografía alucinante. Como en el buen cine de autor, lo que verdaderamente importa en esta pieza es lo que no se ve, es decir, la elipsis que deben “llenar” los espectadores, que sin ver nada saben perfectamente de qué va lo que sucede en la pieza que Toledo abrió para nosotros desde alguna remota aldea de Oaxaca. 

Esa misma noche, la chica de la sorpresa y yo también perdimos nuestras máscaras habituales para dar paso a los rostros ocultos del amor y el erotismo, teniendo como invitados a la legión de seres fantásticos que Francisco Toledo había venido pintando desde varias décadas atrás. Desde entonces supe que buena parte de mi vida afectiva se definiría como un antes y un después de presenciar –y de ser beneficiado– por aquella magna exposición retrospectiva.

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Meses más tarde mi amiga se iría a Europa para cumplir con el ritual –a esas alturas casi extemporáneo– de iniciación artística en París. Así, mientras ella se convertía en pintora, yo, tratando de curarme la melancolía, decidí hacer un viaje por algunas regiones de Oaxaca. Ya para entonces me había enterado de algunas historias reales (y otras míticas) de Francisco Toledo. Por ejemplo, que Henry Miller le había dado la bienvenida jubilosamente a su pintura, cosa que me pareció absolutamente natural, ya que los dos artistas se ocupaban del amor y el erotismo con rabiosa/luminosa libertad. Entre las deliciosas novelas y relatos de Henry Miller no encontré nada como El coloso de Marusi para acompañar la experiencia mística y erótica que me hacían vivir las obras de Toledo. La luz, el misterio, el espíritu de transgresión, así como el poder narrativo de Miller, lograban que aquel mundo prehelénico y dionisíaco le viniera como anillo al dedo a las imágenes revoltosas, sagradas y sensuales del “prehispánico” Toledo.

Al fin, una mañana salí de la ciudad de Oaxaca acompañado por Diana, una muchacha culta y preciosa que tenía importantes conocimientos sobre las “cosas de indios.” Mientras conducía el auto, ella leyó en voz alta este pasaje de El coloso de Marusi:

Digo que el mundo entero, abriéndose en abanico en todas direcciones desde este lugar, vivía antiguamente de un modo que nadie es capaz de imaginar. Digo que los dioses erraban por todos los lugares, que eran hombres como nosotros en forma y esencia, pero estaban libres, eléctricamente libres. Al desaparecer de esta tierra se llevaron consigo el único secreto que jamás les arrancaremos mientras no seamos libres de nuevo.

Conservando ese tono, subimos “eléctricamente libres” por la Sierra sur de Miahuatlán. Pasamos por Lluvia de Sol, preciosa comunidad de nombre inolvidable. Nos detuvimos a beber una copa de mezcal en San José del Pacífico cuando vimos entre las nubes el mar al fondo. Luego, entre los puertos Escondido y Ángel encontramos la hora propicia para contemplar algunos tonos índigos y turquesas como los que Toledo usa.

Un día, serpenteando por la carretera, escuchamos los tonos de “Europa”.

La mesa, 1978

–¿Europa? –le pregunté a Diana con ironía–, ¿realmente te parece que esa canción de Carlos Santana nos conecte con el continente donde mi amiga lucha por volverse artista? Negando con un movimiento de cabeza, dijo Diana: “Llegó el turno estelar de ‘Caminos del mal’. Con esa pieza recordamos La función del mago, esa bellísima pintura del lagarto o bestia mítica festejado en una de las velas o fiestas rituales que durante el mes de mayo se celebran en Juchitán; entonces una organización comunitaria –o mayordomía– tiende una gran carpa cósmica bajo la que se reúnen cientos –tal vez miles– de personas a beber y a danzar como un homenaje a ese animal sagrado, mago o símbolo prehistórico, que todavía en las poderosas riadas de agosto y de septiembre suele aparecerse en algunas rancherías.

Entre bohíos y palmeras vimos con azoro algunos “fragmentos ensamblados” de África que lentamente se fueron disolviendo mientras nos acercábamos a Salina Cruz, añeja ciudad portuaria que nos hizo evocar algunas historias de Dashiell Hammett. Al día siguiente pasamos por Tehuantepec, preciosa comunidad cubierta de tejas y palmeras donde Porfirio Díaz mandó a construir una estación de trenes frente a la casa de su amante. Por fin llegamos a Juchitán. Después de hospedarnos en un hotelito pintoresco llamado Lidxibiusa (“casa de huéspedes”), que se encuentra a las espaldas del mercado y del palacio municipal, nos dirigimos a la Casa de la Cultura o “Lidxi Guendabiani” (la casa donde la luz ilumina el alma; vaya nombre). Por la noche, mientras descansábamos en el cinematográfico hotelito, tal vez influenciada por las imágenes del libro Los signos de la vida, Diana dijo sentir que los dedos de Toledo recorrían algunas veredas de su cuerpo, ese cuerpo tan dispuesto a las fiestas con esplendores del Autlán de Santana y del Xa Vicente de Toledo.

Al otro día, mientras conducía por la carretera panamericana, Diana leyó en voz alta un nuevo pasaje de El coloso de Marusi;

Todo lo que se desenmascara se desmorona al tocarlo. Y de la misma forma se desmoronan los mundos. Podemos cavar eternamente como topos, pero el miedo estará siempre con nosotros, clavándonos sus garras y violándonos.

Con esa frase arcana, casi de Pedro Páramo, llegamos a Mitla, donde vimos a un niño brotando con su perro por una espiral del tiempo. Enseguida desapareció la sensación de irrealidad cuando el pequeño nos ofreció artesanías delicadas o un “Viaje a Ixtlán”. Le compramos dulces y el viaje para hundirnos por uno de los laberintos de la inmortal ciudad precolombina. Grecas y escalas. Tiempo abierto para un poder que sube desde el mismo corazón de fuego de la tierra.

¿Cuáles serán los misterios que Toledo todavía nos revelará? Él es un iniciador a la vida verdadera, el último gran chamán capaz de producir verdaderos milagros y actos de resurrección, donde hasta la misma muerte se muere de placer. Es el exquisito dibujante, pintor, impresor, ceramista; lector sensible y uno de los mexicanos que más y mejor ha visto y contemplado –que no es lo mismo– el gran arte del mundo. En este sentido, es un hombre con una formación estética clásica, al que por supuesto no le es ajeno el arte de las vanguardias, lo que lo convierte en un zapoteco inquietantemente europeo. Haciendo estas reflexiones llegamos a la Antigua Antequera, mientras cientos de grillos, conejos, brujas y sapos lujuriosos brincaban en los pechos, en las piernas y en las nalgas de mi amiga Diana. Al reverso de una postal le escribí unas líneas a mi amiga budista: “Te envío un poco de música y de danza ardiente al reverso de una pintura de Toledo. Me encantaría tener noticias tuyas –y de la antigua Europa– en el envés de una postal de Ensor o de Goya.”

3

Muchos años después, mi amiga, que como he dicho se transfiguró en una misteriosa artista-budista, por una especie de sistema telepático de vez en cuando me contactaba para que pudiéramos encontrarnos. Casi sin querer, es decir, por un milagro, ella volvía de Grecia o de París para hallarme en alguna comunidad del Istmo de Tehuantepec o del valle de Oaxaca. Mientras esperaba que el sol negro de la poesía regresara con nuevos lienzos y pinturas, supe que Toledo preparaba intensas ráfagas de luz. Entonces nos volvimos a encontrar en un abarrotado Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, celebrando un importante premio que le otorgaron a Toledo. Como casi siempre en este tipo de homenajes, todo mundo estaba presente, excepto el festejado. Esa misma noche perdí de vista a mi amiga entre la multitud, y, por motivos que tienen que ver con la desesperación y la tristeza, terminé por irme con un grupo de “chilangos” a un table dance ubicado a las afueras de Oaxaca. Después de un rato las imágenes de sexo, sudor, pintura, lencería, danzas y lágrimas auténticas me invitaron a buscar una salida de emergencia. Por más descarnadas que fueran las imágenes de sexo, lo que hacían Miller y Toledo era llevar el arte de la ironía hasta un estado de gracia, mientras que lo que sucedía en ese antro de mala muerte era verdaderamente triste.

Mujer y conejo, 1974

Han pasado treinta y cinco años desde aquella gran exposición retrospectiva en el Museo de Arte Moderno. Recientemente, aunque ya sin señales de telepatía, mi amiga mística volvió a encontrarme. Después de mirarme compasivamente durante horas, y sin decir una palabra (como suele hacer Toledo), ella desapareció. Desde hace muchos años, no sólo la pintora perdida y yo sino también la mayoría de críticos e  historiadores de arte, conocen buena parte de la vida y milagros de Francisco Toledo. Todos parecen estar al tanto de sus autorretratos, naguales y máscaras. Su estilo es inconfundible, es un verdadero clásico imitado innumerables veces. Literalmente, todo mundo sabe que Francisco Toledo es el artista plástico de México. Por supuesto no faltan algunas figuras viejas y resentidas, postmodernos neofigurativos o hipsters inéditos, cuya estética superficial alimenta a la gran matrix alienante, que lo infaman. No importa; Toledo cumple setenta y cinco años y, como en otras ocasiones, ahora tenemos noticias de su presencia lúcida en el Cerro del Fortín. Seguro fue por eso que volví a soñar con él.

4

La ciudad de Oaxaca estaba deshabitada y limpia. El viento se entregaba a las piedras que silbaban de placer. Mi amiga, la artista budista del mundo flotante, traía entre sus manos un lienzo primordial; sin embargo me aterraba que no se movieran en el lienzo unas aguas color turquesa. En ese instante, con las manos chorreando de color, Toledo entró, me dio una esponja y dijo: “Limpia el lienzo con esta brújula de mar.” Apenas y pasé la “brújula” por encima del lienzo, se movieron las imágenes. “Transcribe lo que estés mirando”:

Francisco Toledo en 1999
Foto: Omar Meneses/La Jornada

Como una bandera solar
Monte Albán ondea azul y transparente
Sus pedernales abren el tiempo
para sitiar el vértigo de la ciudad
Un vendaval de voces en el aire
sostiene al cielo

¡Qué luminosa es la muerte y es la vida
jugando con las piedras y las nubes!

Abajo
en el valle de Oaxaca
Santo Domingo brilla
Más allá
el cerro sagrado reverdece
Un hombre habla con la multitud
Ondeaban los estandartes festejando
el regreso de las imágenes
el retorno del hombre y sus palabras.