Opinión
Ver día anteriorLunes 16 de marzo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El exilio del pasante
C

uando llegaron no eran vacaciones ni puente, sino días y horas hábiles. Cuatro combis y un deteriorado camión de escuela, pintados de colores y con irreconocibles banderas deshilachadas. Pasaron frente a las casas sin preguntar y se siguieron a la playa Alguacil, no lejos. Instalaron, tiendas, hamacas, toldos. Aún era de día cuando encendieron su dichosa fogata, que no dejaron apagar en todo el tiempo que estuvieron. Eran como un secta jipi. Un culto más bien. Había un líder, o guía, Eusebio, al que nunca vieron en el pueblo. Mientras su gente llegaba a comprar en las tiendas y llevar pescado, el tal Eusebio nunca se dignó. Ellos hablaban de él sin cesar, ni cuenta se daban, como si creyeran que la gente era sorda. Será que los veían muy indios. Freitas mismo atendió a varios del grupo, que en algún momento visitaron el consultorio. Parejas con diarrea o fiebre de insectos, niños con vómito. Sólo sus bebés no se enfermaban. Como queda dicho, se instalaron. En plan indefinido. La gente comenzó a contar lo que averiguaba de ellos. Que adoraban al sol. Que planeaban un visita santa al Rincón de la Doncella, una bahía célebre por sus letales remolinos y corrientes traicioneras. Los del pueblo nunca llevaban a los turistas y les aconsejaban no hacerlo.

En aquél entonces el Lago Azul no había sufrido embarcaciones de motor, estaban prohibidas. El camino sobre sus aguas se resolvía a golpe de remo. Tomaba brazos y tiempo atravesar a las aldeas de la ribera norte, o hasta el Rincón de la Doncella, para tal caso, en el extremo opuesto a San Gertrudis de la Laguna, el pueblo a donde habían asignado al joven doctor Freitas una clínica de campo. El exilio del pasante, requisito indispensable para ascender hacia las disputadas especialidades. Freitas ya había decidido que no se especializaría. Sería médico general. Qué tiene de malo ser general de algo, no sólo en los ejércitos se puede, bromeaba, y el resto de su vida lo repetiría como chiste sin que a nadie nunca le diera risa.

Estaban obsesionados, los jipis, con Eusebio. No bebían alcohol, Eusebio no lo aprobaba. En cambio las verduras frescas había que andarlas surtiendo de otros pueblos para cubrir la demanda, y pescado blanco en cantidades. La economía de Santa Gertrudis se animó como en Semana Santa y nadie se quejaba de que Eusebio aconsejara a sus seguidores consumir los productos locales. Los pescadores tiraban la red con mañanero frenesí, para esperar a los jipis a mediodía. Entre más pescado se capturara, más llevaban. Tenían muchas restricciones, todas dictadas por Eusebio, pero se ve que coger no estaba prohibido; se reproducían como conejos y parecían contentos, aunque algo idos, como hipnotizados.

Hasta que una noche los topiles tocaron el timbre de la clínica. Freitas leía los Cuadernos de la cárcel, de Gramsci. Medianoche. Que lo busca el concejal. Que una urgencia. Los topiles eran cuatro, muchachos ellos. A dos lo conocía Freitas, un día llegaron al consultorio, juntos, condecorados con tremenda gonorrea. Venían de irse de juerga a Morelia y necesitaron penicilina. Ahora se sentían cohibidos. Los otros dos hicieron la plática camino a casa del concejal, quien los esperaba con una taza de café y una noticia: se perdió Eusebio.

Iba a llover. Cielo cerrado. Salieron con lámparas a recorrer las orillas cercanas, sin llegar muy lejos. Los jipis no usaban electricidad, ni lámparas. A puro ocote. Así que no fueron de gran ayuda. Al amanecer lograron contarnos que su guía llevaba días ausente. La noche de luna llena se tiró al lago y se alejó. Nadie lo siguió. Era su noche de bodas con la luna, dijeron. Luego les había tomado días reaccionar y preocuparse.

El concejal, los topiles y Freitas montaron en dos barcas para buscar el cuerpo. En algún lado leyó Freitas que los ahogados flotan al quinto día. Ya llevaba una semana. Pero atinarle al presumible globo flotante era como aquello de la aguja en el pajar. En caso de estar ahogado, o quizás atorado en los carrizales. Todo mundo estaba convencido de su ahogamiento. El concejal, un buen hombre, lucía muy conmovido por la desgracia.

Sólo Freitas, con su método científico y su materialismo histórico, dedujo lo contrario: esa clase de idiotas no mueren fácil y tienen una suerte que no merecen. Y sí, mientras las lanchas buscaban lejos en el agua, los maestros de la primaria lo fueron a encontrar en los breñales de la playa Crucita, a un costado de la Alguacil. Inconsciente, vomitado, deshidratado, con bichos bajo el traje de baño. Pero vivo, algo que Freitas no supo explicarse. Se había intoxicado con los hongos equivocados y se perdió, literalmente. Valiente gurú. En estado de choque y vergüenza sus seguidores se dispersaron rápidamente. Desaparecieron con niños y combis. A Eusebio, Freitas le canalizó una vena, le aplicó suero, lo limpió de lirios y lodo, y en la camioneta de redilas del concejal lo trasladaron al General de Morelia para que sobreviviera.