Opinión
Ver día anteriorMiércoles 11 de marzo de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Siguen sin entender
E

l rijoso malestar social que emergió con motivo de la tragedia de Ayotzinapa no se ha disipado. Buena parte de ese descontento se subsumió en las pulsiones latentes de los mexicanos y ahí permanece al acecho. Cualquier estímulo puede hacerlo surgir, con igual o con mayor fuerza a la que antes tuvo. La desesperanza y rabia que dejó la colusión de autoridades y criminales, evidenciada en tan disolvente tragedia, apunta hacia una factible transformación de los valores y las costumbres vigentes. La corrupción, el patrimonialismo, el amiguismo, las complicidades, el trafique de influencias o la impunidad, que han formado parte sustantiva de la normalidad del quehacer público, iniciaron su ruta hacia el rechazo o a la exigencia de su finiquito.

Varios de los excesos, adheridos a la vetusta y decadente subcultura priísta, todavía pretenden, sin embargo, obtener carta de actualidad. Se añora, por ejemplo, la inmensa e ilimitada discrecionalidad presidencial de otorgar, con el desparpajo subsecuente, jugosos contratos a diestra o siniestra. Era una corrosiva usanza del pasado, fuera que se tratara de minas o fueran los incipientes sistemas carreteros de Michoacán o Jalisco. Así los asignó el general Lázaro Cárdenas sin que tal conducta causara escándalo alguno. Era parte de la normalidad de esos tiempos ya, por fortuna, idos aunque sea en parte. Tampoco causó alarma la malhadada cesión de la industria azucarera que hizo el general Calles al grupo obregonista: un pago de marcha de extrema generosidad que procreó una camada de políticos millonarios. Todavía, no hace mucho, el ranchero trasmutado en parlanchín educador, (Vicente Fox) llevó a cabo una operación azucarera que aún pesa sobre las finanzas públicas. Pero traer prácticas similares a estos alborotados días, implica correr riesgos y rechazos de variada magnitud.

Sin hacer caso de las continuas advertencias lanzadas desde diferentes trincheras de la sociedad y dando pruebas fehacientes de no entender la sensibilidad de la actualidad, tanto el Presidente como algunos de sus colaboradores y mandatarios y gerentes de menor catadura, insisten en actualizar esa decadente colección de dañinas deformaciones que adornaron un pasado pretendidamente heroico. Pasan, con notable cinismo, sobre los reclamos de transparencia, honestidad cabal y rendición de cuentas en la función pública, que levantan sonoras voces por aquí y por allá. La ligazón que se ha establecido en la mente colectiva entre la urgencia de terminar con la inseguridad y la violencia criminal, en aras de favorecer la concomitante tranquilidad social y los derechos humanos, es, sin duda, un sentido pronunciamiento de la población. Ante tal exigencia no hay concesión posible. La ruta respectiva de cambio en los valores se muestra ascendente e indetenible. La corrupción que plaga a diversas instituciones, incluidos en primerísimo lugar los partidos políticos, los miembros del Congreso y al Ejecutivo federal, es una práctica que se extiende y profundiza. Quizá todo este movimiento, de masiva raigambre, desemboque en el perfeccionamiento de la vida democrática en el país y fortifique la precaria salud de la República. Pero mientras tal horizonte se concreta en nuevas prácticas, valores renovados, mejores leyes e instituciones sanas, la élite directiva del país sigue tratando de voltear la mirada hacia el pasado. Actúan, con firme voluntad, adheridos a procesos que, repetidamente, chocan, de frente, con los anhelos y las necesidades de la ciudadanía. Y en ese choque se inscribe buena parte del presente nacional.

Sacado de los recónditos pliegues de la subcultura priísta, por ejemplo, el presidente Enrique Peña insiste en empujar la candidatura del señor Medina Mora como futuro magistrado de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No se da cuenta del enojo ante tal desplante de amiguismo entre poderosos. La torpeza de su pretensión se adjunta al desprestigio del gobierno y alebresta los litigios de legitimidad que marcan a su administración. Su insistencia en sostener al poco calificado (para el puesto en cuestión) personaje no hace sino abonar en el desbalance entre poderes, un horizonte en permanente pugna. Lo grave que se añade a tan dañina pretensión autoritaria es la obsecuente disposición de los senadores del PRI y del PAN (y subrogados de mala estirpe PVEM) para doblegarse a la petición presidencial y aprobarla en el corto lapso de una semana. La herida que ya abrió el proceso de designación se profundizará, a lo mejor hasta la ruptura. A ello se sumarán, qué duda cabe, las pretendidas modificaciones a la ley de aguas que ha sido manoseada como siempre: en lo oscurito y entre cómplices. No serán estos simples casos adicionales en el continuo pleito por la modernización de la República. Serán, para mal de la República, episodios que calentarán su enorme caldero social hasta niveles de ebullición.