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        Foto: Omar Meneses | 
   
 
	Vicente Leñero 
	  la exploración fecundante 
	Miguel Ángel  Quemain 
	
	Para Estela 
	La originalidad y valor artístico  de la obra de Vicente Leñero (Guadalajara, Jalisco, 1933-México, DF, 2014) en el horizonte de la  narrativa mexicana consiste en fundir la moralidad literaria, personal y social  en un solo cuerpo textual. Su sentido de la justicia y la búsqueda de la verdad  no condujeron su obra al terreno de la militancia. La realidad siempre fue el  material literario más rico y frente a ella, decía, “mi imaginación siempre me  parece insuficiente e insatisfactoria”. 
	Leñero se movió en esa frontera delicada  entre la narrativa y la dramaturgia. Llevó al teatro un conjunto de recursos  que otros no se habían atrevido a explorar. Como Carlos Fuentes, Juan García  Ponce y Salvador Elizondo, Leñero cedió a la tentación dramática pero siempre  aunada a lo escénico, seguro de que el texto es sólo un elemento más de la  puesta en escena. 
	En la vida cultural mexicana su obra  aparece atomizada entre sus indagaciones periodísticas, su narrativa y su  dramaturgia. Sin embargo, en la intimidad creativa del escritor todos esos  géneros forman parte de un mismo proceso que emparenta todos los hallazgos  temáticos y formales. Del teatro a la novela, de la novela al periodismo y del  periodismo al teatro fluyen su imaginación y rigor. De ahí las fronteras apenas  distinguibles entre un género y otro, entre la concepción de un personaje de  novela y uno para la escena. 
	Leñero supo convivir con las influencias  más fascinantes que permearon su momento. Si bien cedió a la tentación del behaviorismo y  a la del noveau  roman, a la propuesta ética y religiosa de  narradores como León Bloy, Mauriac, Bernanos y Evelyn Waugh, al seductor  realismo practicado por Tom Wolfe y Norman Mailer, supo hacer con esas lecciones  literarias un universo personal profundamente ligado a la realidad social y  política mexicana, pero también hacerse de una respuesta a sus preguntas más  íntimas.  
	Alto y delgado, irónico y bromista, con las  manos en las bolsas cuando espera de pie, capaz de leer mientras camina. Leñero  se quita y pone los anteojos mientras conversa, juega con ellos, extiende su  brazo en el respaldo de la silla. Azar y cálculo forman parte de una  personalidad versátil que lo mismo se concentra en la baraja que en la fe que  pone en un billete de lotería, que en el conteo a que obliga el dominó y la  estrategia paciente y calculada del ajedrez.  
	“¿Pertenecer a una generación?... No me  siento ni continuador ni iniciador de algo. En ese sentido me siento desfasado,  no por bueno, no por malo. De lo que sí me considero partícipe es de una  preocupación formal, con ella me inicié en la literatura. Aunque alimentada de  diferentes maneras, era compartida por toda una generación.” 
	Los inicios 
	A finales de los años cincuenta  una certeza asaltó a Vicente Leñero: la ingeniería no era para él y la  abandonó. No eran las matemáticas ni el cálculo lo que alejaba de la literatura  a ese joven hambriento de libros y cargado de “lecturas caóticas”, era la  lejanía “que me imponía el ambiente”. Quería escribir pero no sabía cómo sacar  dinero de esa necesidad. Su lejanía de los ámbitos culturales y literarios lo  acercó al periodismo.  
	En 1956 estudió periodismo porque era el  terreno más cercano a la escritura. “No me interesaba mucho el periodismo ni  era un proyecto de vida sino una posibilidad de poder escribir.” Ese año  recibiría una beca del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. El Atlántico  se convirtió en un pestañeo. Cuando el novelista abrió los ojos y los oídos, un  viaje sin retorno le aguardaba: se miró frente a Gonzalo Torrente Ballester,  quien disertaba sobre el sentido de la literatura, sobre el rigor de los  riesgos formales, y pronunciaba un conjunto de nombres que formarían parte de  la liturgia literaria de Vicente Leñero.  
	
    Empezaba a vivir de su palabra como  libretista de radionovelas primero, y de telenovelas después. No tardó en  descubrir que la literatura se hace siempre robándole tiempo al tiempo. Nunca  pudo con la poesía, pero en el cuento calmó sus “ansias de novillero”.  
	Se había refugiado en el único lugar  posible en esos años para un escritor que reconoce la necesidad de aprender y  la urgencia impostergable del diálogo: el taller literario. Primero fue en el  de Juan José Arreola, tallerista mítico, en el Centro Mexicano de Escritores.  En 1959 apareció su primer libro, La polvareda y otros cuentos. 
	El cuento en México vivía su esplendor y  cualquiera que se quisiera escritor tenía que afrontar ese rito de paso. Así,  el joven Leñero se sentaba frente a la máquina a exorcizar sus historias,  “cuentos muy malos, muy espontáneos”, bajo la égida ejemplar de Arreola, de  Rulfo, modelos que poco después abandonaría. Vicente escribía contra la fatiga,  con el cuerpo; “de haber sido más fácil tal vez no hubiera escrito tanto”. 
	El escritor católico 
	En  las moradas interiores del adolescente Leñero vibraba una palabra: vocación. Si  algo no quería ese joven, que devoraba libros desordenadamente, era ser  sacerdote. Quería ser novelista que, a fin de cuentas, para él era lo mismo. 
	No tardaron en llegar con su efecto crítico  y transformador las obras de Dostoievsky, Proust, Faulkner, “el insoportable”  Sartre y las incontables y corrosivas novelas policíacas que le ratificaron que  el mal no siempre estaba donde sus preceptores religiosos indicaban.  
	Uno de esos narradores, apasionado del  esquema policial y los abismos interiores, resultó fundamental, era inglés y  escribió, no es casualidad, El  poder y la gloria, El fin de la aventura y El  revés de la trama. Se llamó Graham Greene y  Vicente Leñero descubrió el misterio de la gracia en sus novelas.  
	Leñero supo librarse del juicio ingenuo que  condenaba a su conciencia y le exigía los temas propios de un autor creyente.  No intentó una literatura piadosa ni capaz de redimir, pero sus exploraciones  religiosas nunca están separadas de las literarias: “Greene y Mauriac me  enseñaron que la pintura del mal, con todo su pesimismo, su crudeza y su  desgarramiento, alude más a Dios y a su gracia que las pinturas apologéticas de  la novelística piadosa.” 
	Los medios hacen notoria la filiación de  Leñero: novelista católico. Me la creo: tomamos la Biblia y me dice que es  tiempo de hacer una lectura distinta, desmitificadora: “Hay que entender que  eso no es una verdad objetiva sino metafórica. No hemos sabido leerla, leemos  el Evangelio como si fuera una biografía de Jesucristo y no es una biografía,  son pasajes encarnados en imágenes que uno toma por textuales, los milagros por  ejemplo.” 
	La Biblia es un corpus tradicional en el sentido en que nos ha dotado de un conjunto de enseñanzas  literarias y de estilo. “El relato religioso siempre está planteado sobre un  horizonte metafórico. Faulkner lo sabía y nos dejó una lección en El villorrio,  cuya acción transcurre como si se tratara de un capítulo bíblico.” 
	Leñero no cree que la preeminencia de una  tradición religiosa obligue a retomar el tema del bien y el mal en la propia  literatura. “Pienso que el mal está en nosotros mismos. Cuando reconocemos el  mal lo hacemos en el Otro. El mal es el otro, el contrario, el que se opone, el  que pelea. No hay bien ni hay mal. En François Mauriac aprendí a degustar el  mal como uno de los aspectos nodales del mundo novelístico. Pero no era el mal  que percibe la psicología o que denuncia el sociólogo, sino el mal sufrido y  asumido desde una convicción teológica.” 
	–¿Es esa la moralidad literaria?– se le  pregunta. 
	–La literatura siempre es moralista en  diferentes sentidos. Es moralista incluso para romper la moralidad. Bernard  Shaw se burlaba de Swift porque construyó otra moral, decía que se había vuelto  más moralista que los moralistas a los que combatía. Siento que lo que el  futuro anuncia es la ruptura de esos criterios moraloides con final feliz. Las  películas van a empezar a terminar mal y el protagonista se va a morir en la  tercera escena. Hay quienes ya se han apropiado de ese futuro: Patricia  Highsmith tiene una novela maravillosa porque su protagonista se muere en la  página cuarenta o cincuenta, muchas de sus novelas poseen esa vuelta de tuerca  que me fascina.  
	Experimentar: La voz adolorida 
	Si en la literatura de Leñero se  escucha la voz adolorida de los marginados, los corruptos y las clases  populares, no es para juzgarlos. Aunado al dilema interior del novelista, la  ruta literaria de los años sesenta mexicanos presentaba normas tan estrictas  como las que imponían los ayos religiosos. Fue en ese laberinto de pasiones y  devociones imaginadas por León Bloy, Mauriac, Bernanos, Evelyn Waugh, Bruce  Marshall y Heinrich Böll que el novelista creyente se dio cuenta de que lo  único que debía prohibirse el escritor era adjudicarse una misión redentora y  optimista. Que el pecado mortal consistía en escribir una novela edificante. 
	En 1960 empezó y concluyó la que considera  su primer obra de ficción: La  voz adolorida. Era su salto a la novela. En ese  primer y enorme esfuerzo se aloja una gran carga autobiográfica y el impulso de  construir la novela a partir de todas las certezas literarias acumuladas. Lo  motivó la fascinación que el lenguaje de los esquizofrénicos produjo en él y la  posibilidad de indagación que ofrecía trabajarlo desde la perspectiva de “la  corriente o flujo de conciencia”. 
	En La voz adolorida Leñero expresaba ya su vocación experimental, y más que una  constante temática, su obsesión por las posibilidades formales para contar.  “Creo que la experimentación nos mordió la cola y eso les sucedió un poco  también a algunos miembros de mi generación. Quisiera volver a ser el escritor  que era de joven. Se perdió también la preocupación rigurosa por el trabajo  formal y la voluntad de emprender una búsqueda distinta.” 
	El significado formal de Los albañiles 
	“En esa novela emprendí –dice– una  búsqueda múltiple en cada personaje, además de la alternancia de los puntos de  vista. Debo decir que desde que me inicié en la literatura me preocuparon las  técnicas de narración. No me importaba tanto lo que iba a contar sino cómo lo  iba a contar. Un libro que cambió todos mis conceptos de lo que era contar es La hora del lector, de José María Castellet. Lo estudié como una Biblia y me sirvió  mucho en la elaboración de Los  albañiles. También influyó en mí una novela de  Robbe-Grillet que se llamaba Les  gommes (1952) y se tradujo como La doble muerte del profesor Dupont.  
	”Cuando más exacerbada estaba la  preocupación por el formalismo del noveau roman apareció el boom. Fuentes había entregado La región más transparente, donde hacía una bola de circos. Luego La muerte de Artemio Cruz, donde manejaba tres tiempos: el yo, el él y el nosotros, de  acuerdo con un tiempo narrativo, el pasado, el presente y el futuro. Pero quien  rompió radicalmente con la influencia del noveau roman fue Gabriel García Márquez con Cien  años de soledad. Con Cien años de soledad se recuperó el gusto por contar, en extinción entonces, al menos  en la literatura latinoamericana.”  
	La literatura sin ficción y el  periodismo 
	Asesinato fue una historia que se le impuso a Vicente Leñero porque tenía  la fragancia de lo irresuelto. El escritor piensa que no hay buena literatura  sin misterio, y el doble asesinato de los Flores Muñoz lo tenía. Fue un caso  que no llamó inmediatamente su atención sino hasta cuatro años después de los  acontecimientos de 1978, cuando las indagaciones, la revisión del caso y las  pesquisas reporteriles de Óscar Hinojosa, entonces reportero de Proceso,  alertaron al escritor sobre la posibilidad de realizar una de sus mayores  obsesiones: la novela sin ficción. 
	La clave del libro estaba en el misterio.  No sabía cómo resolver sin ficcionar el caso. Por la cabeza de Leñero pasaban  los hallazgos de Truman Capote en A sangre fría;  de Norman Mailer en La  canción del verdugo. Pero por los azares que  conducen la libre asociación del pensamiento también se cruzaron Los albañiles,  “donde existe también un crimen irresuelto”. 
	“La literatura sin ficción no es  periodismo. El que escribe en los periódicos tampoco es necesariamente un  periodista. Para mí el periodista es el reportero. Para mí el periodista es el  que cumple con determinados géneros y reglas: la objetividad formal del  periodismo, por ejemplo. Es decir escribir sin adjetivos, escribir sin juicios,  es como un ideal de periodismo. Pienso que no se cumple por deficiencias  periodísticas, no del género”. 
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