
Ana García Bergua
Puertas afuera
La puerta es el principio de los misterios, un resguardo y un estorbo simultáneos, según de qué lado se está. La puerta siempre será un enigma; su quicio es el lugar de las preguntas y las despedidas.
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Las cuevas tendrían puertas de ramas, piedras y hojas. La fiera las rasgaría con sus zarpas, como si fueran la envoltura de un regalo apetitoso; por eso la puerta convirtió su protección en un obstáculo que quiebra uñas.
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Entre las dunas del desierto, chozas sin puertas donde vive el aire.
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La puerta es un instrumento musical: de percusión, si es de madera. En los lugares de calor, las puertas son cortinas de flores por las que sopla la flauta de viento. Y una cortina de cuentas en el lugar de la puerta, es una maraca.
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Toc toc. ¿Quién es? Soy la puerta, encerrada en el umbral; sáquenme de aquí.
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La puerta prohibida a la mitad de un pasillo pespunteado de puertas, como el pescado malo o el único dulce envenenado.
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Una serie de puertas, a elegir por cuál entrar, es similar a las cartas del Tarot. Tras una de ellas anida la Muerte, la puerta prohibida de Barba Azul.
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¿Qué hay detrás de la puerta? Un lobo agazapado en la oscuridad de su departamento de tres recámaras, baño y cocina integral.
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Otra puerta prohibida, la de Las mil y una noches, conduce a las garras de un pájaro gigante que expulsa al curioso del paraíso de las cien huríes y lo deja tuerto. Aun así, resulta más compasivo el libro de la puerta prohibida que el de la manzana tentadora.
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La puerta del señalamiento que se cree ventana y se niega a dejarnos a solas con el amado, la de Cernuda.
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Y con ustedes la puerta de la que salen todas las desgracias, vestidas de calle y con portafolios, decididas a fastidiar.
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Hay puertas que se abren hacia ningún lugar y son como un precipicio con presentador o como un espectáculo de nubes.
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Las piernas de las mujeres son los batientes del deseo que lee su destino en el interior.
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En una ciudad vacía sólo habitan puertas pintarrajeadas y tristes, puertas expulsadas de sus casas y de sus propias puertas.
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El ojo de la cerradura se inventó para el consuelo de los desesperados por el mutismo de las puertas.
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Los libros son como puertas, ya lo dijeron muchos: tapas como batientes, lomos como bisagras. Y en su interior vive el libro con su sala y su comedor, bebiendo, sentado a la mesita, sus propias palabras.
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Por la gatera desliza el gato la sombra de su misterio, mientras maúlla a gritos que le abramos la puerta principal para entrar como un señor (humilde homenaje a Ramón Gómez de la Serna).
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Puertas ligeras de vidrio citadino y pesados portones provincianos; la moral se pilla los dedos en medio de las puertas.
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Puertas de vidrio engañosas de tan transparentes, con las que uno puede chocar y romperse la nariz, dotadas de alarmas estridentes y filosas. Son peores, más infranqueables que el pesado portón de la alhóndiga (ése que, se dice, rompió un hombre que cargaba en la espalda una piedra), aunque su fragilidad aparente engaña a los incautos y a los ladrones de aparadores.
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Detrás de la puerta pequeña viven los gigantes; los enanos se esconden en la cerradura de un portón enorme.
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En la puerta del infierno no hay portero; es innecesario pues, a excepción de los masoquistas (que van al Cielo en castigo a su perversión) nadie quiere entrar. En cambio, el purgatorio está hecho de puertas que miran con terror los indecisos.
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Puertas de los días que se van cerrando; desaparecen y no sabemos dónde quedaron, si las podremos volver a abrir de nuevo alguna vez. Puertas de los días que vamos abriendo; la puerta de piedra, ésa que da a la tierra, será la última, la que ya no podremos ver.
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Portales de internet: la clave se extravía siempre, igual que las llaves metálicas, en el bolso de la memoria, entre los clínex, el monedero y el bilet de nuestros pensamientos.
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En la mano tengo un león de metal con el que llamo a su puerta para que escuche mis apagados rugidos.
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Las puertas de los labios y su habitante húmeda y casi siempre mentirosa, relamiéndose como quien barre la acera.
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Por debajo de su puerta se asoma el agua de las pasadas inundaciones, en cuya memoria se regodea y llora.
La sombra serpentea por debajo de la puerta que, al abrirse, forma una puerta de sombra para que las demás sombras entren y salgan a placer.
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Con el portazo gritan los iracundos.
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En los pasillos del edificio se van cerrando las puertas al anochecer, como si le aplaudieran al día que pasó.
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