Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 9 de noviembre de 2014 Num: 1027

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Revueltas y el mal
José Ángel Leyva

José Revueltas o la
entereza del árbol

Elena Poniatowska

José Revueltas y la
desobediencia crítica

Enrique Héctor González

El santo hereje
Sergio Gómez Montero

José Revueltas y las
orillas de sus crónicas

Gustavo Ogarrio

El sombrero de mi abuela
Eleni Vakaló

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

La marcha necesaria

La mañana de la marcha del día 22 de octubre llamé a x por teléfono para invitarla a ir conmigo.

–¿Para qué? –me respondió con languidez burlona– Todos son iguales.

–¿Quiénes son iguales?

–Los políticos…

–Pero no voy a ir a marchar por ningún político. Voy a marchar porque se llevaron a los normalistas.

Etcétera. x me hablaba como llena de una sabiduría enorme. Esa sabiduría era tal, que la obligaba a la inacción y la condescendencia. Y me enojé. Monté en cólera (adoro esa expresión: me imagino la cólera como una yegua roja, velocísima. Lo malo es que es ciega y propensa a estrellarse contra las bardas). No porque x se rehusara a acompañarme. Por distintas razones mucha gente me había dicho que no iba, desde la imposibilidad de salir del trabajo o postergar las tareas domésticas, hasta la falta de ganas.

Me enojé porque detrás de ese “¿para qué”? hay una filosofía de la inercia disfrazada de savoir faire, un nihilismo fodongo que detesto y que había visto en otros, no en ella. No he hablado con x desde ese día. No pasará a mayores. Sé que raramente tengo razón y mi récord como asistente a las marchas dista de ser ejemplar. Todos la regamos. Admito que fui a la marcha aquella convocada por los de blanco, a pesar de que todo el mundo me dijo que no fuera. Llegué y huí a los cinco minutos al ver acercarse un nutrido contingente pro pena de muerte, enarbolando un ataúd de utilería y coreando consignas sanguinarias.

Otra vez, en una marcha ecologista, terminé con un puñado de bien intencionados en las escalinatas del Ángel de la Independencia, sintiéndonos un poco solos porque, entre todos, no llenábamos cuatro escalones (aunque a mi lado estaba don Fernando Canales, muerto de risa y enseñando con su ejemplo que la vida y el interés por el mundo deben ir siempre de la mano). 

No soy tan ingenua para creer que con salir a marchar con una cartulina voy a cambiar las cosas, pero estoy de acuerdo con esa sentencia atribuida a Edmund Burke: “Para que el mal triunfe, lo único que hace falta es que nadie intervenga para impedirlo.”

Al “¿para qué?” se puede oponer el “para que por marchar no quede”.

Ahora sabemos que esa marcha, tildada de gesto inútil por x, sirvió para apresurar la salida de Ángel Aguirre del cargo y para que la gente de Guerrero no se sintiera aislada del resto del país. No es poca cosa.

La conciencia cívica tiene muchas facetas: tal vez una de ellas sea la obligación de manifestarse, de decir no, de solidarizarse con las víctimas de los abusos. Se marcha por la víctima, se marcha contra el agresor. No me puedo quedar apoltronada en el sillón mientras tenga la posibilidad de exigir que se castigue a los culpables de un crimen tan gratuito. Siento, aunque parezca una exageración, que el que calla, otorga. Yo, a Abarca y su esperpéntica mujer, no les otorgo nada.

Puede que uno de los rasgos que revelan con más claridad que durante muchísimo tiempo vivimos sin poder ejercer la libertad de expresión, es el recelo que sienten muchas personas frente a las manifestaciones de inconformidad. Revoltosos, flojos, alborotadores. Esos son los adjetivos más comunes para estigmatizar a los inconformes, sin detenerse a pensar que la protesta es la prerrogativa de las sociedades democráticas. Dos ejemplos de estos días: esta semana un millón de italianos salieron a las calles de Roma para protestar por al reforma laboral propuesta por el primer ministro, Matteo Renzi. Ni Renzi, ni político alguno pueden hacer a un lado a un millón de manifestantes. Es una demostración que obliga al diálogo.

En cambio, en China, los estudiantes que se han expresado en las calles de Hong Kong han sido hostilizados por la policía, aunque sus marchas son todavía más organizadas que las del Poli.

En muchos periódicos se asegura que los “civiles” que han aporreado a los estudiantes son miembros de triadas, es decir, gángsters. Hay 332 arrestados, a pesar de que este grupo híper pacífico cuenta con enormes simpatías. El lema de la “revolución del paraguas” como se le ha llamado, es “sin protesta no hay cambio”. Ya las autoridades chinas saben todo de cada uno de ellos, porque China, señores, no es una democracia.

Las libertades que ejercemos en México, las que sean, han sido ganadas a pulso: no nos las regalaron. Si no las exigimos, nos las arrebatan junto con todo lo que somos.

Lo profetizó Kafka y lo sabemos nosotros: fue el Estado.