Opinión
Ver día anteriorLunes 11 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Antisemitas
C

on la típica maña de los demagogos de cualquier signo, los actuales defensores a ultranza de la invasión y guerra de Israel sobre territorios palestinos, ante la falta de mejores argumentos para sostener su postura, acusan a sus detractores (en especial si son celebridades del espectáculo y la cultura) de antisemitas, aun si son hebreos o se adscriben al pueblo y la religión de Israel. Mas el recurso está desgastado, sin que la memoria del Holocausto deje de ser un patrimonio de la humanidad, en cuanto humanidad que ha conocidos los abismos del asesinato selectivo en masa con la complicidad de los ciudadanos de determinada nación.

A los ojos del mundo –incluidos los de Occidente, al cual, dislocado en el mapa, también pertenece– las acciones de Israel son un abuso, la extralimitación de un Estado que da uso discrecional a una Ley del Talión que no es legal en las democracias. El gobierno y el ejército israelíes montaron un escenario de crímenes de guerra dentro de un proceso de limpieza ética que no se atreve a decir su nombre. Cuestionar eso, denunciarlo, documentarlo, resulta según ellos y sus voceros en Estados Unidos y Europa, mero antijudaísmo.

Partiendo del fenómeno histórico recurrente de odio irracional a su pueblo -no el único caso en el mundo, por cierto- con periodos terribles como la Inquisición española, los pogromos eslavos y el fascismo alemán (y europeo, no olvidemos; por todas partes los nazis encontraron gobiernos colaboracionistas, con la excepción de Inglaterra), los actuales hebreos comparten dentro de su identidad la de ser el pueblo que sufrió el Holocausto. Aquel hecho terrible justificó la creación, por designio de Occidente, de un país judío en la región palestina del Oriente Medio en 1948. Y ahí sí la memoria de cada quien. Para los nuevos colonos: el retorno a una tierra prometida de la que sus ancestros no procedían necesariamente, la fundación de su propio Estado moderno. Para los pobladores ancestrales de aquellas tierras, los palestinos propiamente dichos: la nakba, el desastre, la llegada de los colonizadores con el ejército británico al frente.

El formidable empuje de los nuevos israelíes, y el conmovedor respaldo recibido desde todo el globo, en particular de sus hermanos de religión y noción de pueblo, invisibilizó la experiencia de los otros, esas tribus de cabreros, esos árabes del desierto a quienes invadieron, dejándoles algunos territorios propios aunque controlados que se han ido reduciendo al mínimo en los pasados años. Israel sabe que su progresiva colonización significa erradicar a uno de los pueblos más sofisticados y educados del mundo musulmán, o su diáspora: ya hoy residen más palestinos en Jordania, Líbano y el primer mundo que en Gaza y Cisjordania.

Es constante el asombro ante la irrompible complicidad de Estados Unidos con lo que haga Israel. Ambos se parecen en su beligerancia, comparten enemigos. Y Estados Unidos es la única nación moderna, además de Israel, construida sobre la aniquilación extensiva, llena de traiciones y masacres, de naciones autóctonas enteras, reducidas a reservaciones para los sobrevivientes. En ambos casos por un derecho que Dios les habría otorgado. En el siglo XXI, a diferencia del resto de las Américas (con excepción de Guatemala), Estados Unidos lo ha mantenido como derecho fundacional, sin vergüenza por el genocidio ni reconocimiento, al menos discursivo, del derecho de los pueblos anteriores a la nakba post colombina.

Con modos diferentes, ambos pueblos escrituran en la Biblia su destino manifiesto. En el caso de Israel es literal: sin evidencia arqueológica firme, sus títulos agrarios vienen del principio del mundo. Poco importa que los beneficiarios sean más bien rusos, alemanes, polacos, húngaros, y no pocos procedan de las Américas. Basta su identificación con el Libro. Entonces que no sorprenda el respaldo al límite de Estados Unidos a Israel. Negarle su derecho sería negarse el propio. A Israel no le gusta que a sus actos los llamen genocidio, pero lo son tanto como el de los apaches (aquellos terroristas que amenazaban a los colonos) o el de los judíos de Europa.

Que los antisemitas solapan a terroristas es su siguiente, agónico argumento. Así, los cientos de niños muertos (los vemos cada día) serían mera propaganda pro terrorista, escudos humanos. Los bárbaros son ellos, no nosotros. Ciudad en ruinas como lo fueron Varsovia, Lídice o Guernica, a Gaza hay que leerla distinto: En ella viven los enemigos que nos quieren acabar. Cada que me pegan les pego triple, hasta que aprendan o desaparezcan. La diputada fascista sionista Ayelet Shaked, o el recurrente ministro rudo Avigdor Liebermann, populares entre sus bases ortodoxas o de nuevos migrantes, favorecen el exterminio. A sus propias palabras podemos remitirnos. Las acciones de su gobierno no son muy distintas. Pero denunciarlas es antisemitismo, insisten ellos, impermeables al sentido común.