Opinión
Ver día anteriorLunes 11 de agosto de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los ojos azules de Graciela Iturbide
N

o soy, ni quiero ni puedo ser imparcial cuando de la persona y la obra de Graciela Iturbide se trata. ¿Quién puede proclamarse neutral, objetivo, libre de prejuicios, cuando el deslumbramiento ciega los ojos y perturba la percepción?

La verdad, acaso por pereza, prefiero admirar que analizar. Al menos cuando se trata de una obra de arte, cuyo impacto me pone cara a cara con el único enigma que vale la pena ahondar: el de la maravilla del ser.

Cierto, cada ser es un milagro y cada existencia única. Sin embargo, antes este igualitarismo democrático, digno de una buena conciencia, bella alma hegeliana, alimentado con la leche maternal de la política conforme, no debe olvidarse la irónica frase de George Orwell en Rebelión en la granja: Todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros. Y Graciela no es tan igual.

De apariencia frágil, pequeña, de belleza deslumbrante, con sus grandes ojos azules, su nariz respingada, sus labios acogedores, ¿no estuvieron enamorados de ella todos los muchachos de Las Lomas y Polanco, según me contó uno de ellos, Fernando González Parra. De un natural amable en el sentido como describe Madame de Lafayette a la Princesa de Clèves: su persona suscita el amor, atenta a las palabras del otro con un oído complaciente, agradable a la vista y al espíritu, Graciela Iturbide ha recibido de los dioses, tan caprichosos, el don de la elegancia. No sólo de su apariencia, también de su mente.

Durante su primera estancia en París, en 1975, caminamos las calles de esta ciudad. Esos escaparates donde los franceses poseen el arte de disponer, incluso un trozo de carne sangrante o unas horribles pantimedias, con un savoir faire tal que incluso los más acerbos enemigos de la posesión privada, militantes del comunismo primario, desean la posesión de objetos producidos por la decadencia burguesa, transformados en vulgares aficionados del consumismo.

Graciela, muy lejos de ser una consumidora adicta al shopping, me invitaba a entrar en alguna de esas tentadoras boutiques. Me hacía, entonces, descubrir la textura de las telas, el colorido, el estilo. Antecedía a la moda del año siguiente con su gusto particular. Juan Soriano, con ligera mordacidad, me había dado las claves de la iniciación para abrir las puertas de París. Alberto Gironella, grávido de su peso de pontífice con el cual trataba de parecerse al Papa del surrealismo, me corregía, sardónico, de sus propios errores sobre el estilo del parisino naco. Carmen Parra, con su elegancia natural, tan distinta a la de Graciela, me indicó perfumes usados por Elisa Breton. Iturbide me reveló las palabras mágicas, el sésamo que abre las puertas de la caverna de París, un París al cual ella no podía conocer puesto que no había vivido en él, pero donde se paseaba, como si hubiese nacido en esa ciudad.

De repente, en nuestros recorridos en el laberinto por callejuelas de París, Graciela se detenía y, casi pidiendo perdón por la interrupción de una conversación ininterrumpida desde entonces, durante ya casi 40 años, se detenía. Sacaba la cámara y fotografiaba una imagen de algo invisible para mis ojos hasta no ver sus fotos. La mirada del fotógrafo no es la de una persona común como yo. En uno de nuestros últimos encuentros en México, una entrañable amiga, Rosalba Garza, preguntó a una de las figuras de la fotografía occidental cómo nos veía. Esperaba, sin duda, que Iturbide nos fotografiase. Graciela dijo: vernos tras el lente de la cámara era distinto. Las fotografías dan otra imagen. Comprendí: prefería seguir viéndome tal cual yo era.

Veo sus fotos en París, en sus libros, en mi memoria. Su panteísmo va más allá: personas transformadas en iguana, escarabajos. Vuelo de pájaros sombras, troncos, magueyes, trocados en seres humanos carados con sus miedos. Cables eléctricos, piedras, polvo, animados, vueltos hombres.

¿En qué me habría transformado esa mirada azul tras el lente de Graciela?