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¿Quién sigue?
L

a pregunta está en la cabeza de muchos mexicanos, pero quien la formuló de manera pública fue el sacerdote Alejandro Solalinde, el defensor de migrantes. Lo hizo mientras expresaba su repudio a la detención del doctor José Manuel Mireles Valverde, uno de los fundadores de las autodefensas michoacanas y el único que se negó a respaldar los planes del gobierno de someterlas antes que a los miembros del crimen organizado, contra quienes levantaron la cabeza y las armas. La pregunta completa fue: ¿Quién sigue? Sigo yo, porque no nos vamos a callar. Sin destinatario preciso, la pregunta, al parecer, iba dirigida a los potenciales candidatos a perder la libertad por defender sus derechos y su patrimonio, pero también puede ser que se dirigiera a las autoridades estatales, esas que esgrimen las leyes cuando las necesitan para justificar sus actos, más que para respetar el derecho que aquéllas protegen.

Hay muchos elementos que obligan a pensar de esta manera. El caso de Michoacán muestra en extremo el desprecio de las autoridades por la ley, aunque la invoquen para aplicarla a sus adversarios políticos. En ese estado, el comisionado del gobierno federal para la seguridad y el desarrollo integral de Michoacán suspendió de facto la aplicación de la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos para llegar a un acuerdo con las autodefensas –que técnicamente andaban fuera de la ley– y después signó con varios grupos de ellas un convenio para incorporarlas a la policía rural. A los que se negaron a firmar, y por lo mismo a entregar las armas, se les declaró al margen de la ley. Uno de ellos fue el grupo del doctor José Manuel Mireles Valverde; por eso se les detuvo a él y sus hombres, cuando estos avanzaban hacia el puerto de Lázaro Cárdenas para combatir a los caballeros templarios allí atrincherados. No se les detuvo no estar fuera de la ley, sino por no acatar los designios del poder federal.

La detención de uno de los fundadores de las autodefensas michoacanas, con todo y ser el mas conocido, no es no es el único caso de privación de la libertad de líderes sociales que defienden su vida, sus derechos y su patrimonio. Antes que él, las fuerzas policiacas o militares en funciones de policías –que es otra violación a nuestro estado de derecho– detuvieron a varios integrantes y comandantes de la Policía Comunitaria del estado de Guerrero que no se sometieron a los mandatos gubernamentales, entre ellos Arturo Campos Hernández y Nestora Salgado García; después se detuvo a autoridades agrarias y dirigentes sociales del Frente de Pueblos en Defensa del Agua y de la Tierra Morelos, Puebla y Tlaxcala, que se oponen a la construcción del gasoducto que forma parte del Proyecto Integral Morelos (PIM). Esto sólo por poner unos cuantos ejemplos de la embestida gubernamental.

Puede decirse que los detenidos de alguna manera tuvieron suerte, porque a otros los mataron. Oaxaca y Guerrero son estados que se distinguen por el número de dirigentes sociales asesinados, lo que resulta muy grave porque se trata de gobiernos encabezados por políticos que durante mucho tiempo militaron en las filas del Partido Revolucionario Institucional y llegaron al poder postulados por otros, prometiendo cambios sustanciales. Aunque son los únicos estados donde hay muertos por defender sus derechos y el futuro de sus familias. Ahí está Noé Vásquez, el ecologista de Veracruz; o Antonio Esteban Cruz, en la comunidad de Cuauhtapanaloyan, Cuetzalan, en la Sierra Norte de Puebla; o Ismael Solorio Urrutia y Manuelita Solís Contreras, ejidatarios de Chihuahua que defendían sus aguas y peleaban contra las minas; o Ramón Corrales Vega, ex comisariado de Potrero de Cancio, en el municipio de Choix, Sinaloa, también por oponerse a las minas. Y muchas más muertes no trascienden y sólo quedan en la memoria de sus compañeros de lucha.

Tampoco se pueden olvidar las órdenes de aprehensión, que son otra forma de criminalizar la protesta social, como el caso de Tomás Rojo y Mario Luna, dirigente y vocero de la tribu yaqui, en Sonora, por su lucha en defensa del agua. Por eso es importante la pregunta del sacerdote Alejandro Solalinde, pues con ella prendió la alerta sobre el peligro que corren los defensores de derechos humanos, los líderes sociales y cualquier persona que se oponga a los designios del gobierno y las empresas privadas a quienes apoya. No olvidemos que, junto con el hoy detenido José Manuel Mireles, fue uno de los participantes en el acto denominado Todos somos autodefensas, realizado el 28 de mayo pasado, donde llamaron a una insurrección de las conciencias. Una respuesta correcta y urgente al cuestionamiento puede ser comenzar a buscar estrategias eficaces de protección frente a esta embestida gubernamental. Y un buen comienzo, exigir la libertad de los detenidos, justicia para los asesinados y cese de la represión contra los perseguidos.