| 
 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
El tiempo de Mark Strand 
  José María Espinasa 
Política y vida 
  Blanche Petrich entrevista 
  con Porfirio Muñoz Ledo   
  
Abbey, el rebelde 
  Ricardo Guzmán Wolffer 
El gatopardismo 
  de la existencia 
  Xabier F. Coronado 
El gatopardo, 
  de Visconti 
  Marco Antonio Campos 
  
Rafael Ramírez Heredia. Cuando el duende baja 
  José Ángel Leyva  
Leer 
Columnas: 
        Bitácora bifronte 
        Ricardo Venegas 
        Monólogos compartidos 
        Francisco Torres Córdova 
        Mentiras Transparentes 
		Felipe Garrido 
        Al Vuelo 
		Rogelio Guedea 
        La Otra Escena 
		Miguel Ángel Quemain 
        Bemol Sostenido 
		Alonso Arreola 
        Las Rayas de la Cebra 
		Verónica Murguía 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        Galería 
		Alejandro Michelena 
        Cinexcusas 
		Luis Tovar 
        
		  
   Directorio 
     Núm. anteriores 
        [email protected]    | 
    | 
  
       
	
  
    
    
  
      
      
      Rafael Ramírez Heredia. 
      Cuando el 
        duende baja 
        
          
        José Ángel Leyva  | 
   
 
 | 
   
 
	
	
	
	El día que  Rafael Ramírez Heredia, el  Rayo, perdió su última pelea contra el cáncer, el 24 de octubre de 2006, había  dejado constancia de su jerarquía de narrador. Mucha tinta e imaginación corrió desde  que en 1984 ganó el concurso Juan Rulfo en París, con su relato El Rayo Macoy. Sus dos últimas novelas, La Mara y La esquina de los ojos rojos abrieron cauce a su obra póstuma De llegar Daniela, que aspira a ser parte de una trilogía violenta. En una comida  que se prolongó hasta la noche, y en la que los síntomas letales hicieron su  aparición, el narrador contaba cómo se había sumergido en esos mundos, por un  lado el de Chiapas y Centroamérica, para conocer desde adentro la realidad de su ficción, La Mara, y después hundirse en un barrio bravo del DF para encontrar  esa historia en la que el amor es parte sustancial de la sobrevivencia en un  ámbito y un país donde la vida no vale nada.  
	Llegó demorado  a la comida. Había ido a presentar a Yucatán una nueva edición de su libro Otra vez el Santo (2005). Irrumpió con una botella  de Ixtabentún y una sonrisa triunfal. Abrazó a todos y al anfitrión, un  poeta de Durango, lo palmeó y dijo una de sus frases conocidas: “No saben  cuánto quiero a este cabrón.” Sentado en la  cabecera de la mesa narró montones de historias vinculadas con los  procesos de escritura de La  Mara y de La esquina de los ojos rojos, los riesgos que debía correr un narrador que asumía el desafío  de la realidad, como si fuese una labor de periodismo narrativo. Recordaba el  día que llegó al barrio bravo a  entrevistarse con un mafioso  apodado Chacal para que le permitiera entrar en sus terrenos y recibir cierta  protección. Preguntó por su nombre y el  sujeto respondió seco: “Me llamo  Chacal.” En señal de respeto, Rafael le llamaba don Chacal. Logró  intimar con el capo y éste lo invitó varias  veces a tomar tragos. El hombre se  dejaba interrogar por el escritor con el deseo inconfeso de aparecer en  ese libro. “Y usted don Chacal, ¿ha cumplido todas las metas que se ha propuesto en la vida?” El Chacal apuró el vaso de tequila. “No todas –respondió–. Tengo pendiente matar al hijo de la chingada de mi hermano. Lo único que me detiene es mi jefecita. No quiero causarle un dolor.  Estoy esperando que ella muera para darle piso a ese hijo de su reputísima  madre.” 
	Viajero impenitente, tallerista implacable  con sus alumnos, Rafael dejaba huella donde  estuviera, ya fuese a favor o en  contra, porque le gustaba hacerla de valiente. No siempre las simpatías estaban de su lado y podía ser políticamente  incorrecto. No paraba de moverse por  el país; aun con la sentencia del cáncer, daba conferencias, dirigía talleres literarios, presentaba sus  libros y los de otros y no cesaba de escribir. La cantina La Guadalupana, antes  de dejar de ser lo que era, fue su refugio,  su centro de reuniones. Cuando retiraron el cuadro mural donde aparecía su  caricatura en primer plano, invitó a  dos amigos, al abogado Juan Ángel Chávez y a un poeta de Durango, un poco a manera de despedida de la cantina a la que él afirmaba no volvería más. Anécdotas iban y venían, conocidos y admiradores del escritor  saludaban o intentaban sentarse, pero él, con habilidad diplomática les  daba a entender que no había lugar para más invitados. 
	Cuando habló de  la fiesta brava cambió su semblante y se puso serio. Evocó una historia  personal que, afirmó, está consignada en uno de sus cuentos. Una noche de juerga en Sevilla escuchó a un cantaor que había  puesto en éxtasis al público. Cuando terminó  de cantar, uno de los contertulios de la mesa del Rayo lo invitó a sentarse con ellos.  Rafael, embelesado aún, le preguntó cómo hacía para cantar de esa manera. Respondió que el cante jondo invoca al duende, pero no siempre  baja, “y hoy bajó”, afirmó el gitano, que además era torero. Después de  abundante vino, el  Rayo confesó su amor por la fiesta taurina y lo  valiente que eran los mexicanos en la arena. El cantaor lo invitó al día  siguiente a una novillada. Y allí estuvo puntual Ramírez Heredia con los  estragos de la juerga. El gitano demostró que era torero. Sorpresivamente  anunciaron la presencia del escritor mexicano y su actuación en la arena. El Rayo palideció cuando el gitano le puso en las manos el capote. Quiso explicar que había sido una  bravata provocada por el alcohol. “Venga, Rafaé, el duende espera”, le decía  burlón el torero cantaor. Rafael miró hacia  las gradas y sintió decenas de ojos expectantes. Casi de manera automática  siguió al gitano y éste le dijo: “Rafaé, uno tiene un destino, este día no te mueres.” 
	Más tarde, cuando el abogado se había  retirado, el poeta y el narrador quedaron solos hasta que cerraron La  Guadalupana. La conversación se prolongó en  la calle. Hablaron de su mujer, Conchi, de sus dos hijas, de lo difícil  que es ser buen esposo y buen padre para un escritor que sólo quiere hacer una  cosa bien en la vida: escribir. Recordaron anécdotas como aquella que el poeta  colombiano Juan Manuel Roca cuenta de un festival de escritores en Tegucigalpa  donde él no conocía a nadie y no paraba de llover. Lo invitaron al aeropuerto a  recoger a un famoso escritor mexicano. Lo vio por primera vez en una silla de  ruedas y con una pierna enyesada. Luego los días transcurrieron pasados por agua en la cantina Las Camelias, donde el Rayo hacía un mano a mano con la relampagueante oralidad del poeta colombiano y la aprobación carcajeante de la concurrencia  literaria. Años más tarde se reencontrarían en Bogotá y Ramírez Heredia, cuenta  Roca, cayó literalmente de rodillas en el Museo del Oro, cuando la sala se iluminó poco a poco y aparecieron  las piezas de la cultura quimbaya, de ese material que los chibchas llamaban  “el sudor del sol”. 
	Mientras caminaban, el Rayo le dijo al poeta de Durango: “Ese personaje  humilde, el buzo del drenaje profundo, el de La esquina de los ojos rojos, es mi alter ego.  Yo también desciendo a la realidad de México,  me lleno del olor putrefacto de sus miasmas, pero como el buzo procuro  ser un buen ciudadano, amar a mi familia, ser un buen amigo; quizás no logre a  cabalidad esos propósitos. Pero yo me levanto y me ducho todos los días, antes  del amanecer, y voy con la pureza de un monje hasta mi escritorio, dispuesto a  expiar todos mis errores y defectos. Comienzo  a escribir. Estoy limpio, con la frente en alto, listo para enfrentar las  astas del toro, como aquella mañana cuando me bajó el duende en una arena de  Sevilla.”	   
	 |