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Los indignados de Brasil
Los estoy oyendo

La presidenta Rousseff ofrece reunirse con los líderes de las manifestaciones

Tenemos que aprovechar el vigor de ese movimiento, dice en cadena nacional

Promete programas efectivos que mejoren salud, educación y transporte público

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El gigante despertó y no dormirá más, reza una pancarta exhibida ayer durante la manifestación frente a la casa del gobernador de Río de Janeiro, Sergio CabralFoto Reuters
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Sábado 22 de junio de 2013, p. 2

Río de Janeiro, 21 de junio.

Nueve minutos y 44 segundos. Ese es el tiempo que la presidenta Dilma Rousseff necesitó para enviar, la noche de este viernes, un contundente mensaje a Brasil. Luego de jornadas de marchas y manifestaciones multitudinarias, pequeñas al principio para luego alcanzar contingentes que no se veían desde hace tres décadas en el país, Dilma reapareció. En su pronunciamiento por una cadena nacional de radio y televisión dijo, entre muchas cosas, una frase definitiva: Mi gobierno está oyendo las voces democráticas que piden cambios. Y, mirando hacia la cámara, reiteró: Yo los estoy oyendo.

Ha sido el cierre de un día confuso, de expectativas confusas. Ya por la mañana, mientras se contabilizaba el resultado de la jornada anterior, con escenas de vandalismo provocadas por grupos minoritarios en las marchas multitudinarias –el jueves, un millón 250 mil brasileños salieron a las calles– y la absurda y descontrolada violencia de la represión policial, en Sao Paulo el Movimiento Pase Libre, el difuso MPL que llamó a las primeras manifestaciones de hace dos semanas, anunció que ya no volvería a convocar marchas.

El argumento: la derecha había copado el movimiento. Creamos un monstruo, y ahora no tenemos cómo controlarlo, dijo un vocero de ese movimiento de jóvenes. Tenía y tiene razón, como comprueban las imágenes de la noche del jueves en varias ciudades brasileñas, empezando por Río, pero especialmente por algo que poca gente observó en Sao Paulo: el agresivo rechazo a grupos que se presentaban con banderas, camisetas e insignias de partidos políticos (todos de izquierda, por supuesto).

La noche del jueves, mientras la atención se concentraba en la brutal acción de la policía militar de los estados de Bahía, Río de Janeiro, Pará y Río Grande do Sul, lo que se veía en una relativamente tranquila avenida Paulista eran gritos airados contra todo y contra cualquier partido político, además de llamados a que vuelvan los militares.

Bueno, eran gritos de grupos pequeños, es verdad. Pero desde hace décadas que, excepto en manifestaciones de militares en situación de retiro, las viudas de la dictadura, como son llamados, no se oían gritos similares en manifestaciones públicas.

La ausencia de consignas precisas (aparte de la inicial, que era la anulación de los aumentos en las tarifas de transporte urbano público) abrió espacio para que, en esos 15 días, se reivindicara cualquier cosa en las calles. Algunas, como salud pública, enseñanza pública, transporte público, absolutamente justificadas, pero no fáciles de alcanzar de la noche a la mañana. Otras, como terminar con la corrupción, también. Pero cuando las manifestaciones empezaron a reunir centenares de miles de personas que protestaban contra todo y contra todos y contra cualquier cosa, la situación empezó a escapar de control.

Si a eso se suma la truculenta acción de fuerzas policiales perfectamente entrenadas para reprimir a lo bestia pero sin noción de lo que es controlar y contener a grandes masas en manifestaciones públicas, se llega a la receta perfecta para un desastre.

Este viernes, Brasil vivió un clima de resaca, tras la borrachera cívica de la víspera, que, a propósito, terminó mal. Ocurrieron nuevas marchas y manifestaciones, pero en otro estilo: grupos diseminados por las ciudades, sin concentraciones específicas. En Sao Paulo, por ejemplo, hubo grupos que cortaron rutas y carreteras del cinturón urbano, dejando aislado el aeropuerto internacional de Guarulhos, el de mayor movimiento en Sudamérica, mientras otro, concentrado en la céntrica Plaza Roosevelt, defendía los derechos de opción sexual de las minorías.

En Río, mientras en la dorada orla de Ipanema y Leblon gente hermosa protestaba y exigía menos corrupción y más salud y educación, en la Barra da Tijuca, zona en que se mezclan favelas perversas (ahí está la Ciudad de Dios de la película famosa) con nichos de nuevos ricos deslumbrados, una turba cerró avenidas para destrozar una agencia de Mercedes Benz y saquear motoristas atrapados en un gigantesco embotellamiento.

Es imposible prever lo que pasará en adelante. El pronunciamiento de Rousseff ha sido firme y detallado. Criticó duramente los actos de vandalismo y violencia de los grupúsculos infiltrados en manifestaciones pacíficas, mientras reconocía que las calles quieren más salud, educación, seguridad, transporte. Destacó que la oleada de marchas y manifestaciones puso de relieve nuestra energía política. Admitió que, por más que se haya alcanzado, y la verdad es que se alcanzó mucho, todavía falta mucho, por limitaciones políticas y económicas. Aclaró que tiene la obligación de oír la voz de las calles y dialogar con todos los segmentos de la sociedad. Recordó que no ha sido fácil llegar adonde llegamos y tampoco será fácil llegar adonde quieren los que están en las calles. Dijo que las manifestaciones trajeron importantes lecciones, y que tenemos que aprovechar el vigor de ese movimiento.

En relación con otro de los puntos que fueron permanentes en las protestas –los gastos multimillonarios con la realización del Mundial de 2014– aclaró que no son gastos, son financiación: todo será devuelto por las empresas que obtuvieron concesiones para explotar los estadios, carreteras y todo un vasto etcétera que todavía está por verse, como las reformas de rutas y aeropuertos.

Por fin, aseguró que irá a reunirse tanto con los líderes de esas manifestaciones (quizá por delicadeza no haya mencionado que primero hay que identificarlos y verificar a quienes efectivamente representan…), de movimientos sociales, como de alcaldías y gobiernos estatales para trazar programas efectivos que lleven a planes nacionales de salud, educación y transporte público.

Ese el resumen inicial de lo ocurrido en Brasil no sólo hoy, sino en el conjunto de los últimos 14 o 15 ayeres: una movilización iniciada por jóvenes de escasa o nula representatividad política logró incendiar el país, demostrar camadas de insatisfacción colectiva que estaban ocultas bajo la gruesa capa de los buenos resultados de los sondeos de opinión aprobando por largo margen tanto el gobierno como la figura de Dilma, y lanzar una alerta punzante a la clase ­política.

Muchos son los logros alcanzados por la izquierda que gobierna el país a lo largo de los últimos 10 años. Pero mucho más es lo que falta por alcanzar.

Hasta esta noche, lo que oyó fue la voz de las calles. Y antes que esa voz diese lugar a la eterna y siempre ávida voz de siempre, la del sistema perverso que trata de recuperar espacios perdidos, por fin se oyó la voz de la presidenta. Ojalá se cumpla lo que anunció.