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Conciertos y festivales enmarcan el bicentenario del compositor alemán

Richard Wagner, un genio detestable, pero a quien se debe celebrar

Como músico no hay que hacerlo a un lado, señala Daniel Barenboim, quien mantiene su lucha por llevar las obras del polémico autor a las salas de concierto de Israel

The Independent
Periódico La Jornada
Miércoles 22 de mayo de 2013, p. 4

Londres, 21 de mayo.

Este miércoles habrá un concierto especial en Londres en honor de un hombre que escribió un panfleto antisemita, Das Judenthum in der Musik (El judaísmo en la música), y cuya obra musical fue aclamada por Adolfo Hitler como la primera inspiración de su idea de una raza maestra puramente germana. Ese hombre, desde luego, es Richard Wagner, y el 200 aniversario de su nacimiento ha dado lugar a muchos conciertos y festivales conmemorativos en su tierra natal.

También allá ha provocado controversia: la semana pasada se suspendió después de su estreno en Dusseldorf una producción de la ópera wagneriana Tannhäuser, compuesta en 1845, pero montada en una escenografía basada en los campos de concentración nazis. Al parecer, las escenas eran tan realistas –en términos del horror de las cámaras de gas– que algunos en el público necesitaron asistencia médica para recuperarse. Como observó el musicólogo Norman Lebrecht, era una interpretación bastante extraña: Tannhäuser está situada en la Edad Media y aborda las usuales preocupaciones de Wagner con el amor sagrado y profano.

Sin embargo, la intención del director, Burkhard Kosminski, era bastante simple de entender. En el mes del bicentenario de Wagner, quería vincular la música con los sucesos que los conceptos ideológicos del compositor parecían presagiar: en Das Judenthum in der Musik, Wagner había comparado la influencia judía en la música con un festín de gusanos en un cuerpo enfermo o agonizante, y llamaba a extirparla mediante una sangrienta batalla de autoaniquilación. Y el mes pasado, un ensayo en la revista alemana Spiegel sobre la Sombra oscura de Wagner reveló una carta que el músico escribió a su esposa Cosima, luego que ella le contó que en un incendio en un teatro de Viena, durante una presentación de Natán el Sabio, de Gotthold Ephraim Lessing, habían perecido cientos de personas, la mitad de ellas judías. Wagner replicó: Todos los judíos deben ser quemados en una presentación de Natán.

Simpático tipo. Sin embargo, al margen de su carácter o de sus opiniones –y de la influencia formativa que esas opiniones hayan tenido o no en la mente de Hitler–, es correcto celebrar su aniversario. Su música es sublime; cierto, es manipuladora en el modo de jugar con nuestras emociones –como Daniel Barenboim y otros han señalado–, pero a final de cuentas toda la gran música funciona apelando a nuestro subconsciente en vez de a nuestro ser racional.

El propio Barenboim se ha embarcado en una lucha solitaria por introducir la música de Wagner a las salas de concierto de Israel. El director hace el simple aserto de que, si bien Wagner fue un abyecto antisemita, su música no es antisemita y, como músico, sencillamente no se le puede hacer a un lado. Otros han alegado contra esto, pues sostienen que ciertos personajes en algunas óperas wagnerianas se amoldan a estereotipos antisemitas; pero Barenboim tiene razón: la música en sí no es antisemita, de la misma forma en que no se podría describirla como de derecha o de izquierda. El arreglo de notas musicales es un fenómeno estético, enteramente divorciado del mundo de la política y, de hecho, de la moralidad. Quienes prohibirían la música de Wagner sobre esas bases no son diferentes de los estalinistas de la Unión Soviética o los comisarios de la revolución cultural china, quienes buscaban someter la música a la ideología política; de hecho, se acercan peligrosamente a los conceptos del propio Hitler sobre el papel de la cultura.

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Richard Wagner (22 de mayo de 1813-13 de febrero de 1883)Foto Ap

En cierta forma, esta especie de engaño es comprensible. Como los humanos nos interesamos tanto por la música, porque resuena tan profundamente en nosotros, aquellos cuyas composiciones admiramos son descritos como modelos de conducta. Esto explica por qué las estrellas del rock son importunadas con tanta frecuencia por políticos para que apoyen sus campañas y, de hecho, algunos músicos, como Bob Geldof o Bono, usan su singular estatus para promover sus propios objetivos políticos. Pero no existe ninguna conexión básica entre el mundo interior abstracto de la música y el mundo exterior de sucesos y partidos políticos, incluso en tiempos en que cada uno explota al otro.

Es cierto que algunos de los antiguos, como Platón, veían en la música un indicador de moralidad, y en nuestro tiempo el filósofo Roger Scruton ha postulado ideas similares. Es obvio que podemos hablar de música buena y mala, al menos al punto de decir, por ejemplo, que JS Bach era mejor compositor que cualquiera de sus hijos que continuaron el negocio familiar. Pero cuando hablamos de una pieza de música mala nunca usamos la palabra en el sentido moral; sólo queremos decir que no funciona bien como arreglo de notas y armonías, y aun eso es necesariamente subjetivo.

Scruton, cristiano escrupuloso, sostiene que las virtudes y vicios morales están presentes en la música, pero el concepto parece mal orientado. Pensemos en la noción básica del pecado; por ejemplo: ¿puede cualquier pieza musical ser descrita como celosa, envidiosa o codiciosa? Tal vez su compositor sí, pero eso es un asunto por completo distinto.

Podemos ser muy precisos en esa distinción. El maravilloso compositor Richard Strauss, nombrado por Josef Goebbels presidente del Reichsmusikkammer (instituto de música del Reich) en 1933, escribió una canción de agradecimiento que termina con una perorata: Él, creo, será mi líder. Para evitar cualquier confusión, él se refería a Adolfo Hitler. Michael Kennedy, el eminente biógrafo de Richard Strauss y hombre de profunda sensibilidad musical (así como combatiente en la Segunda Guerra Mundial), describe esa canción como musicalmente deliciosa.

O hablemos del caso de un contemporáneo de Richard Strauss, Wilhelm Furtwangler: no digo nada fuera de lo común si afirmo que las interpretaciones de este director a las sinfonías de Beethoven no tienen paralelo. Posiblemente la mejor presentación que llegó a dirigir de la Novena Sinfonía de Beethoven fue en Berlín en marzo de 1942, en un concierto conmemorativo del cumpleaños del Führer. Un crítico ha descrito esa actuación como diabólica... demoniaca y su conclusión como uno de los sonidos más profundamente horrísonos jamás grabados.

Bueno, juzguen por ustedes mismos: fue filmada por los nazis para difundirla por radio, y está disponible completa en YouTube. Sin duda es duro observar cómo la cámara panea para enfocar a Josef Goebbels y otros acólitos de Hitler en absorta atención, con el trasfondo de un salón festonado con suásticas gigantes. Pero vuélvanla a tocar, con los ojos cerrados, escuchando tan sólo la ejecución de Furtwangler con la Filarmónica de Berlín. Es asombrosa, enaltecedora, inspiradora. Está más allá del bien y del mal... como la mejor música de Wagner.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya