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¿Qué educación?
E

s un lugar común decir que el destino de la reforma constitucional en materia educativa será el que le confieran las leyes correspondientes que aún están por aprobarse en el Congreso. Se ha divulgado que las iniciativas están terminadas, listas para discutirse, pero lo cierto es que mientras se extiende el conflicto magisterial, el gobierno se abstiene de informar, lo cual no ayuda a canalizar racionalmente el debate ni a distender el clima de confrontación que hasta el día de hoy acompaña a la reforma. Resulta inexplicable que la Secretaría de Educación Pública no salga a defender la exposición de motivos que inspira el proyecto gubernamental o, por lo menos, a rechazar las que considera como interpretaciones erróneas en torno a la gratuidad, el carácter público de la escuela y la visión punitiva de la evaluación que alimentan el temor de vastos contingentes de profesores cuya labor se realiza, justamente, en las regiones donde la precariedad y el desamparo son realidades ominosas pero tangibles.

Allí, como en todo el país, la autoridad tiene la responsabilidad de informar y convencer, no menos que los partidos que dicen representan a la ciudadanía, pero es obvio que esa preocupación si existe ha fracasado. El solo hecho de que la Secretaría de Gobernación sea la que lleva la voz cantante en las negociaciones con los maestros disidentes y no la de Educación, repito, da cuenta de la anomalía de origen que está en este delicado asunto. Por cálculo, desdén burocrático o burda impericia, una vez más, como en tantos otros problemas, se ha dejado correr la situación hasta que ésta llega al punto de la confrontación que, al parecer, es el único que conmueve a una sociedad cada vez más acostumbrada a observar la vida bajo la óptica del maniqueísmo televisivo, a juzgar a los movimientos sociales menos por sus causas y objetivos que por sus (¿fatales?) impactos negativos en la vida cotidiana. Sin embargo, la autoridad no mueve un dedo hasta que las cosas la obliguen a intervenir con toda la fuerza del Estado, según la frase hecha acostumbrada, lo cual condiciona, a su vez, la táctica de violentar las reglas para hacerse escuchar, dejando ver que los mecanismos democráticos, la legalidad y el diálogo son instrumento ficticios en estas latitudes. Lejos de atender el origen de la protesta –cuando ésta es real y documentable, no como en la UNAM–, se abre el espacio a la imaginación conspirativa, a toda suerte de prejuicios autoritarios (de los que no escapan tampoco los disidentes) y se deja el terreno en manos de provocadores que se agigantan a la vista del fuego.

Sin embargo, es un hecho que la educación es uno de los temas nacionales que más preocupan a la ciudadanía y su tratamiento debería concitar atención, responsabilidad y respeto. Hay que ver tan sólo la clase de esfuerzos que realizan las familias pobres para que sus hijos reciban al menos las primeras letras, aunque luego el sistema los recicle como analfabetos funcionales. Y es que, por mucho que se hable de las aspiraciones pedagógicas, lo cierto es que la enseñanza no puede sustraerse al entorno social y por lo tanto debería juzgarse con criterios integrales para dar respuestas adecuadas a situaciones concretas. Según datos del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE), recogidos por este diario, las condiciones de pobreza afectan a por lo menos 8.5 millones de estudiantes de prescolar, primaria y secundaria, que viven en comunidades de muy alta y alta marginación en el país”. Acuden a 124 mil planteles que enfrentan carencias de infraestructura y equipamiento, pero el mayor problema desde el punto de vista escolar estriba en las condiciones de vida de los niños y jóvenes que son atendidos en ellos. El relato del maestro Daniel Hernández, que trabaja en una comunidad a 16 horas de la capital oaxaqueña, ilustra la situación: “Todo sigue igual. Escuelas de carrizo, alumnos sin zapatos que llegan sin probar bocado. Y toda su subsistencia depende de la tierra, donde siembran maíz, chile, calabaza y ejote. Empleo no hay. Toda su esperanza para alimentarse está en la milpa de temporal… Los niños no tienen ninguna comodidad. No hay camas ni estufa en la casa. Y con esas condiciones llegan a la escuela con hambre. Muchos se aguantan, pero buscamos darles aunque sea una tortilla con sal, porque nuestra tarea no sólo es educar. También hay que estar comprometido con la comunidad y enfrentar sus carencias.”

La pretensión de llevar adelante la reforma educativa sin considerar esas diferencias regionales, culpando al maestro por las fallas del sistema, sería tanto como consagrar para la eternidad la desigualdad que ya caracteriza al modelo educativo mexicano, con sus grandes divisiones entre la enseñaza urbana y la rural, la pública y la privada, pero también entre aquella que atiende con calidad a los educandos y la que sólo aparenta instruir para acreditar el presupuesto… o el negocio confesional y la inversión particular. Claro que la educación nacional está en crisis y es necesaria la reforma, más allá de si se compran o no millones de computadoras y otros insumos apantallantes descontextualizados, pero es imposible suponer que en este punto tras las disputas pedagógicas no habrá diferencias ideológicas que dirimir, pues por mucho que se esfuercen los sabios en la materia, también aquí se juegan los intereses, las visiones del mundo, los valores.

Justo porque esas contradicciones son reales y no invenciones transnochadas es que nos urge un acuerdo en lo fundamental para saber qué educación queremos y qué maestro necesitamos para salir de esta crisis y avanzar hacia el futuro. No basta con que los partidos y sus representantes suscriban un pacto o se agreguen líneas a la Constitución. Aún es necesario escuchar las voces de la sociedad, sobre todo de los maestros y de los jóvenes, antes de que pierdan la esperanza. Y llevarlas a la ley.