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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
H.G. Oesterheld: imaginación versus poder 
  Hugo José Suárez 
En el café 
  Juan Manuel Roca   
  
Lluvia 
  Efraín Bartolomé 
La escritura, antídoto contra la muerte 
  Adriana Cortés Koloffon entrevista con Vicente Quirarte 
Presupuesto cultural: primer año, primer recorte 
  Víctor Ugalde 
Sociedad de la comunicación y sociedad política 
  Sergio Gómez Montero 
De Ratzinger a Bergoglio: luces y sombras 
  Juan Ramón Iborra 
Dos poemas 
  Stavros Vavoúris 
Leer 
Columnas: 
        Bitácora bifronte 
        Jair Cortés 
        Mentiras Transparentes 
		Felipe Garrido 
        Al Vuelo 
		Rogelio Guedea 
        La Otra Escena 
		Miguel Ángel Quemain 
        Bemol Sostenido 
		Alonso Arreola 
        Las Rayas de la Cebra 
		Verónica Murguía 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        La Casa Sosegada 
        Javier Sicilia 
        Cinexcusas 
		Luis Tovar 
    
   Directorio 
     Núm. anteriores 
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	 Rogelio Guedea 
	   [email protected] 
    
 
   
 Cuerpo y alma 
 
 
 Algunos filósofos se empeñaron en hacernos creer que el espíritu  derivaba de lo puramente físico: una mano, una pierna, el esqueleto. Sin  embargo, a mí me cuesta creer que la muerte del cuerpo, por ejemplo, precede a  la del alma, porque no me cabe en la cabeza la idea de que lo  material sea más importante que lo inmaterial, como nos enseñaron desde que  éramos niños, incluso en el catecismo. La idea que más me convence es la que  nos instruye a la inversa: que del espíritu deriva el cuerpo, y que la muerte  del alma (ese momento en el que ya ni siquiera nos conmueve una rosa, o un  pajarito, o un atardecer) precede a la del cuerpo, de la cual deriva. Muerto el  espíritu empiezan a morir, entonces sí, nuestras manos, comienza a secarse  nuestra mirada como la cáscara de un mango bajo el sol del mediodía. De ahí que  –me aliento así siempre– hay que mantener el alma en ristre, joviales sus  pectorales y espaldas, nervudas sus piernas y fresco su  entendimiento. Al menos para que el cuerpo no nos deje a mitad de la carretera  y siga su marcha, incluso, a pesar nuestro.   |