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Se fue uno de los grandes, señaló Olivares en memoria de su verdugo

Adiós campeón, expresan en el sepelio de Chucho Castillo

Ahí se va el que te puso en la madre, le recordó un anónimo al Púas

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El ex campeón mundial, unos días antes de su fallecimiento a causa de una pancreatitisFoto Consuelo Sánchez
 
Periódico La Jornada
Jueves 17 de enero de 2013, p. a15

Cuando Rafael Durán recibió la orden de trabajo sintió escalofríos. Muy temprano descubrió que entre sus tareas del miércoles estaba cavar la fosa de Chucho Castillo, el ex boxeador que fue campeón del mundo que le arrebató lo invicto a Rubén Olivares.

El sepulturero empezó su jornada de trabajo a las nueve de la mañana, en el Panteón Jardín de Lomas de San Ángel. Entre una palada y otra pensaba en quien horas más tarde ocuparía esa tumba.

Sentí mucha tristeza, recordó el hombre de 63 años. ¿Cómo no iba a sentirla si además de tantas alegrías que nos regaló también era mi paisano, pues, al igual que Chucho, nació en Guanajuato.

Durante dos horas recordó como por escenas los combates que hicieron célebre a Castillo. Lo vio en su memoria contra el Púas, en aquellas peleas apasionadas y violentas. Mientras cavaba no dejaba de pensar en lo que significaba preparar el sepulcro para un hombre por el que sentía admiración; que murió el pasado martes a consecuencia de una pancreatitis.

Un deportista es lo más grande porque pone el nombre de México en lo más alto, hacen lo que uno no puede hacer, dice con los ojos puestos en sus enormes y callosas mano.

El cuerpo de Chucho Castillo llegó al panteón a las tres de la tarde. Además de la familia estaba reunido un grupo de ex boxeadores, la mayoría amigos contemporáneos y del difunto, porque los ex peleadores viejos son solidarios y se quieren como si fueran parte de una gran familia. Son una gran cofradía de narices chatas y orejas de coliflor.

Somos compañeros del mismo dolor, repetían todos, una frase que en su caso resultaba literal mientras intercambiaban anécdotas del amigo muerto.

Bajo la sombra de un árbol observaba José González enfundado con pulcritud en un traje gris. Tenía los ojos inyectados por la emoción, porque no sólo se fue uno de sus mejores rivales sino un hombre a quien consideraba un amigo. Sin ocultar el orgullo de haber vencido a Castillo en 1964, también presumía su nariz aplastada y desviada.

“Me la rompió Chucho”, dijo. Arriba del cuadrilátero yo le quería dar en la madre, pero abajo era otra película, éramos como hermanos, dijo en un gran suspiro y sus pequeños ojillos se hicieron más pequeños por la tristeza. Con él se va parte de mi vida, susurró.

Pero la presencia obligada era la de su eterno rival y amigo Rubén Olivares, quien acaparó la atención incluso de los familiares de Castillo. El Púas siempre fiel a su personaje no dejaba de lamentar la muerte de un compañero de armas, pero sin perder su ingenio.

Se va uno de los grandes, pero aquí debería estar un cortejo de motociclistas y mantas que lo despidieran. A los boxeadores deben recordarnos en una rotonda y no con una rotunda... madriza como siempre nos hacen, señaló.

Los dolientes le pidieron que despidiera a su amigo a su estilo. El Púas, entusiasta, se montó en la carroza y tomó el volante para la foto. Las sobrinas de Castillo no dejaban de retratarlo y pedirle que posara a manera de despedida. Adiós, campeón, le gritó Olivares.

El féretro fue depositado dentro de la fosa por una corte de amigos ex pugilistas. En un extremo Humberto Chiquita González, el medallista olímpico Antonio Roldán y el Púas. Mientras lo bajaban, entre las decenas de asistentes salió un grito anónimo como homenaje y puya: “Ahí se va el que te puso en la madre Púas”.

Olivares sonrió porque era la despedida del hombre que le quitó lo invicto en 1970. Recordó que muchos años más tarde se encontraron, ya en el retiro, y Chucho Castillo le dijo que aquella noche le había quitado tres cosas: El título mundial, lo invicto y lo hocicón, soltó el Púas con una carcajada que mostró su dentadura con monturas doradas.

Los boxeadores viejos se abrazaron y estrecharon sus barrigas abultadas. Se despidieron con efusividad; el cariño que se profesan parece sincero.

Se prometieron llamadas, algunos intercambiaron tarjetas de presentación y bromearon. Poco a poco se inicio la desbandada. En el lugar sólo quedaron los trabajadores del panteón.

En 30 minutos habían cubierto por completo la fosa de Chucho. Rafael Durán, el enterrador, sudaba por el esfuerzo. Tengo 43 años de sepulturero, pero cuando hago esto no me siento honrado de enterrar a una gloria, lo que siento es mucho dolor, dijo mientras miraba su trabajo terminado.