Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 12 de agosto de 2012 Num: 910

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos poetas

En recuerdo de
Severino Salazar

José María Espinasa

Hardy, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

La realidad y la momificación de la poesía
Fabrizio Andreella

Lectura vs televisión
Ricardo Venegas entrevista con Rius

1907: la primera
primavera mexicana

Marcos Daniel Aguilar

El cielo de Paul Bowles
Raúl Olvera Mijares

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Jorge Moch
[email protected]
Twitter: @JorgeMoch

Sempervirente escoria

Indulgente hasta el hueso con su propia mitomanía, la televisión mexicana como empresa particular –y esto lamentablemente ha contagiado a parte de la televisión pública– sólo se cree a sí misma, se repliega refractaria ante la crítica, y se niega, soberbia, a la autocrítica. Por regla general y casi ya como una triste tradición de medios en este país, la televisión –todavía con la heroica resistencia que suponen tres excepciones, TV UNAM, Canal22 y el Once, pero estos últimos bajo la constante amenaza presupuestal oficialista de que quien no se alinea, “no sale en la foto”– produce y divulga desde su aparición en México una inmensa cantidad de porquería. Durante las décadas de 1960 a 1980 algún decoro quedaba en la parrilla de los programas de Televisa y lo que entonces era Imevisión. Ahí aparecían Garibay o Juan José Arreola. Pero desde las turbias privatizaciones salinistas y sobre todo desde el impúdico maridaje de la televisión con el sistema político, y en ello con la derecha neoliberal, a la par que la educación pública, gratuita y laica recibía los embates del ariete de la derecha –recordemos el paulatino desmantelamiento de las Ciencias sociales y de las Humanidades en los programas escolares de las educaciones media y superior– la televisión fue suprimiendo de su programación los pocos programas que alguna vez ofreció como nutrimentos de cultura. Hoy Televisa y TV Azteca son más bien sucursales de Los Pinos y el Arzobispado de México mezclados con el más ramplón amarillismo –morigerado por el auge violento de ciertos grupos del crimen organizado– y siempre, desde luego, organizando el circo hipnótico con que embobar a millones de personas, desde las telenovelas hasta el futbol, pasando por deleznables ejemplos de pobreza creativa como Pequeños gigantes. Los foros de discusión o los programas documentales son una farsa gobiernista. La programación está saturada de anuncios y surcada por culebrones ditirámbicos diseñados con descarada intención catequista, empeñados en preservar dogmas y fanatismos religiosos –concretamente católicos, como la aparición guadalupana y su vasta parafernalia falsamente milagrera– que taimadamente articulan argumentos francamente estúpidos en contra de los derechos reproductivos de las mujeres o de la igualdad jurídica de parejas homosexuales en una sociedad machista, clasista, profundamente atrasada y aquejada de históricos prejuicios. Es dificilísimo encontrar, prácticamente inexistente, la discusión ecuánime sobre la inexistencia de Dios, o sobre los excesos y abusos cometidos históricamente por la Iglesia católica en perjuicio de las etnias originales, de su herencia cultural y religiosa. Es inexistente el diálogo fecundo con la oposición política, o la promoción de la conciencia colectiva sobre los efectos de la corrupción en la vida nacional, quizá porque precisamente las casas televisoras, los apellidos que representan a clanes familiares que dominan desde la opacidad de ciertas concesiones la mayor parte de los medios masivos electrónicos, tienen inocultables vínculos con el dinero público y la vasta red de corruptelas que se teje en derredor.

Por eso sigue vigente la escoria televisiva, y un oscuro contubernio entre televisoras y gobierno permite que permanezcan al aire programas de morbo histérico, como el que conduce a graznidos la peruana Laura Bozzo en Televisa, cómodamente asentada en México a pesar de sus turbios quehaceres en Perú; o el bodrio ése que inexplicablemente desde una perspectiva ética de los medios sigue transmitiendo TV Azteca, Casos de la vida real, que “conduce” con altanería insufrible Rocío Sánchez Azuara. Conductoras que hacen gala de su prepotencia y de su ignorancia de las leyes (o de lo poquísimo que les preocupan), miseria exhibida de malos, improvisados actores; dramas familiares que ventilan en foro público vergüenzas que deberían guardarse en casa e invariablemente ligadas a pleitos de faldas, infidelidades, abandonos y mezquindades de gente miserable, ignorante y adolescente de escrúpulos, que por unos cuantos pesos “van a la tele”… Claudicante y laxa, la autoridad nunca ha llamado al orden a las televisoras. Si tomamos en cuenta cómo la televisión suele arropar al papanatas presidencial en turno, entendemos que el nivel de complicidades es demasiado profundo.

En las recientes, lamentables elecciones, muchos mexicanos vendieron su dignidad por unos pesos en plástico. Un público así merece una televisión de escoria. Y un gobierno de escoria.