Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 20 de mayo de 2012 Num: 898

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Huir del futuro
Vilma Fuentes

Palabras para recordar a Guillermo Fernández
Marco Antonio Campos

Nostalgia por el entusiasmo
José María Espinasa

Cali, la salsa y
otros placeres

Fabrizio Lorusso

John Cheever: un neoyorquino de todas partes
Leandro Arellano

Reunión
John Cheever

Carlos Fuentes en la
última batalla

Antonio Valle

Carlos Fuentes,
los libros y la fortuna

Luis Tovar

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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Por el propio cuerpo

Aunque no es nada sencillo –en este mundo contemporáneo, anoréxico de cierta clase de información pero sobresaturado de otra, por ejemplo la relativa a cierto tipo de cine–, alguna que otra vez ha conseguido ver una película prácticamente sin saber nada de ella, como no sea el título y, acaso, el nombre del director.

“La posible maravilla bien vale correr los riesgos de la probable decepción”,  se dijo un día, hace ya bastantes ayeres, comprensiblemente fatigado por el ejercicio incesante, y sólo en apariencia insoslayable –ya fuese por voluntad propia, ya por simple exposición mediática–, de allegarse cuanta información alusiva estuviese disponible, antes –y la clave radica en este último adverbio– de apersonarse en una sala oscura.  “Además”, remató para sí mismo,  “sólo así voy a poder, y eso tal vez, experimentar de nuevo la sensación de absoluto deslumbramiento que, cuando comencé a ver películas, no era la excepción sino la constante.”

Imbuido de tal ánimo, incomprensible para la legión de cineespectadores incapaces de poner sus ojos sobre un filme sin antes haber averiguado, como mínimo,  “de qué se trata”,  y a invitación de su Inmejorable Compañía, esa noche acudió a ver Pina. Sabía, sí, que el director de la misma es Wim Wenders, a quien como cinéfilo no acabará nunca de agradecerle varias luminosidades, verbigracia Paris, Texas, Tan lejos tan cerca y Alicia en las ciudades, pero sus conocimientos respecto del filme wendersiano producido en 2011 eran, más que magros, virtualmente nulos: no sabía si se trataba de un documental, una ficción o una docuficción; tampoco que el filme es homónimo del personaje sobre el cual versa pero, más importante, lo desconocía todo respecto de dicho personaje.

No paraban ahí sus numerosas ignorancias, pues habiendo sido –durante demasiado tiempo– absurdamente refractario al arte de la danza, a su personal inopia en cuanto al dominio del quién,  el cuándo, los qués y los cómos de Pina Bausch, tenía que agregar una escasez notable de conocimientos, así fuesen los más elementales, ya no se diga para ponderar o calificar, sino al menos para apreciar o siquiera advertir la naturaleza, los componentes, las características propias de la que sin duda es, junto con la música, la expresión artística más longeva de cuantas ha creado la raza humana.

Para beneficio de su espíritu, desde el arranque mismo Pina se reveló como una de las más elevadas manifestaciones de belleza en estado puro que hasta ese instante le había tocado presenciar. Inesperadamente, esa noche la ignorancia desempeñó un papel inédito, que tal vez podría ser definido como de talento involuntario o, bastante menos halagadoramente, de condición propiciatoria: él nada sabía del filme, ni de Bausch ni de la danza en sí, pero la suma de esos elementos los transmutó de sorpresa en maravilla.

Como suele ocurrir con toda obra magnífica, ésta quiso depositar sus virtudes en los sentidos de quien la atestigua, y él nunca supo desde qué momento sus ojos comenzaron a tributarle –a Pina, a Wenders, al cuerpo humano y su tremenda capacidad expresiva–  una líquida pleitesía que resbalaba, incontenible, hasta su cuello. Había un café y muchas sillas sin comensales, pero como invadidas de ausencia: la de quienes deambulan dentro de sus propias obsesiones. Estaban las calles de una urbe poco atenta a quienes la transitan, sólo que felizmente intervenida por una presencia femenina cuyo cometido parecía ser, simplemente, dejar constancia de cuán fugaz e inadvertida puede ser la belleza para quien jamás anda buscándola. Hubo el Metro y sus pasajeros de pétrea indiferencia, confrontados por la cohabitación, momentánea pero como si fuera eterna, de alguien cuyos pasos resonaban con la pesadez de la cotidianidad vencida. Vinieron también, magritteanos de pura cepa, un lago, un árbol portátil y un océano que cabía en un escenario, y desmintieron ciertas categorías del espacio. Alguien trataba de huir de otro Alguien que, silenciosa e inexorablemente, quería enterrar al Otro en vida. Acudió, tanto al principio como al final, una procesión alegre de hombres y mujeres que llevaban en sus manos las cuatro estaciones del año, y entre tantos prodigios se asomaba, trágica y lúdica al mismo tiempo, la convicción pinabauschiana de que a pesar del horror, a pesar de la derrota y a pesar incluso de nosotros mismos, algo de redención y de hermosura puede habitarnos cuando apelamos, como ella lo hizo, a lo que de más humano hay en los humanos, comenzando por el propio cuerpo y su lenguaje de riqueza infinita.