Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de marzo de 2012 Num: 890

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Martí y la emancipación humana
Ibrahim Hidalgo

La literatura como medicina
Esther Andradi entrevista
con Sandra Cisneros

Fantasía y realidad en
La edad de oro

Salvador Arias

A 130 años de Ismaelillo
Carmen Suárez León

La fundación del pensamiento latinoamericano
Pedro Pablo Rodríguez

Breve nota para Moebius
Xabier F. Coronado

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Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Juan Domingo Argüelles

Félix Suárez: El amor incluso

Félix Suárez es, esencialmente, un poeta que ha dedicado sus libros a evocar y a explorar el innombrable sentimiento del amor. Desde La mordedura del caimán hasta Legiones, pasando por Peleas, Río subterráneo y En señal del cuerpo, es el amor y su reverso (en la misma moneda) los que han movido su pluma; los mismos que ahora lo llevan a escribir El amor incluso (Mantis/Homérica/Casa del Poeta, México, 2011).

El poeta sabe que el amor es un enigma, un misterio, un asunto sin resolver. A veces parece lo más sutil, lo más profundo, lo más entrañable y complejo, hasta que el devastador epigrama lizaldeano nos devuelve a la realidad más primitiva: “Aman los puercos./ No puede haber más excelente prueba/ de que el amor/ no es cosa tan extraordinaria.”

Félix Suárez sabe todo esto, primero porque conoce el amor y su reverso, y segundo porque conoce, también, la vasta tradición española y universal de la poesía amorosa. Por ello, con el apócrifo Mairena, que es su doble o su alter ego,  afirma:  “Lo cierto es que al amor se le vio siempre como una maldición, como una clara señal de desavenencia con el cielo. Por eso el enamorado es ya siempre un condenado: lleva en el cuello una cadena de prisionero.”

El amor incluso está escrito o sobrescrito en un palimpsesto en los dulces misterios de la carne. Todo libro de poesía amorosa es una especie de tatuaje sobre el cuerpo del amor, y a veces, como decía Sabines, un tatuaje en el humo, pues los amorosos y el amor incluso siempre se están yendo hacia alguna parte.

Escribe Félix Suárez:  “Arden con piel y huesos/ sobre el pabilo trémulo del día./ Las manos y los muslos enlazados,/ las bocas ávidas, convulsas./ Saben que luego de la inmensa llama,/ luego del fuego que los hiere/ y los alumbra, un día,/ amargos,/ se llenarán de frío.”

El amor vive siempre pero no para siempre. Ovidio lo sabía. Lo sabía Catulo. Lo supo Neruda, y lo sabe todo poeta que ha querido dejar un poema de amor para siempre. Todos los poetas quieren y creen que el amor incluso puede durar, en la página, para siempre. Lo que permanece del amor es su esencia; lo que se desvanece, tarde o temprano, es la forma del poema.

Félix Suárez lo sabe también al hablar del buen amor del que ya había hablado también el famoso arcipreste.  Dice:  “Indago entre imposibles libros/ en busca de consuelo:/ todo lo que ha sido Escrito es tanto para este afán./ Es poco siempre –inicua gota–/ para el fuego inmenso,/ la impávida dolencia que hoy me tiene/ despierto./ En pena./ Como un árbol convulso, estrujado por la ventisca.”

Lo más parecido al amor es la enfermedad. Epilepsia amatoria cuyo síntoma es la convulsión. Hombres y mujeres, en todo tiempo y lugar, han padecido y siguen padeciendo este mal. Y es incurable. Si tuviera remedio, ya habrían desaparecido la pasión y la poesía lírica. Y también los poetas.

El libro de Félix Suárez está hecho de trozos intensos, ardientes, del árbol del amor hecho tizones. No puede ser de otro modo. Para un poeta escribir sobre el amor es andar sobre carbones ardientes. No puede ser de otro modo, incluso en los poetas cursis, pues como sentenció Neruda: “Quien huye del mal gusto, cae en el hielo.”

La del amor es la historia más contada, y lo seguirá siendo, creo yo, incluso para los que han cambiado el goce y la contemplación del cuerpo real por la imagen en la revista o en la pantalla, pues (vuelvo a citar a Lizalde) tal vez no sabremos nunca por qué las bellezas de la carne impulsan al vértigo, “pero puede cambiarse de partido político,/ de dios, de religión, al descubrirlas/ así sea en el Play Boy”.

Quizá lo que más lamentemos de la muerte no es perder la vida, sino perder el amor. Muchos lo saben: pueden estar vivos, aparentemente, pero sin amor están muertos. Los poetas, probablemente, escriban libros de amor para que los lean, pero, sobre todo, para que los quieran. Unos logran su objetivo; otros, no. Consiguen todo lo contrario. Como le ocurrió a Manuel Acuña con Rosario de la Peña. Y como les ha ocurrido a tantos poetas, en todo tiempo y en todo lugar.

La verdad es que entre escribir poemas de amor y dejar de escribirlos no hay elección posible. No hay opciones ni para el poeta ni para el amante. Lo que hay, siempre, es, para decirlo con Félix Suárez, “la lucha inútil,/ el combate ya perdido/ de los ángeles del cielo”. Más no hay. Si hubiera más, ya habrían desparecido los poemas de amor; los poemas de amor que, como los de El amor incluso, siguen cantando esta invicta desdicha de amar y de estar vivos.