Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de marzo de 2012 Num: 890

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Martí y la emancipación humana
Ibrahim Hidalgo

La literatura como medicina
Esther Andradi entrevista
con Sandra Cisneros

Fantasía y realidad en
La edad de oro

Salvador Arias

A 130 años de Ismaelillo
Carmen Suárez León

La fundación del pensamiento latinoamericano
Pedro Pablo Rodríguez

Breve nota para Moebius
Xabier F. Coronado

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ana García Bergua

Diario de una señora en alberca

Antes había estado en albercas de hoteles vacacionales, ésas que orinan sistemáticamente niños gritones, conspicuos bebedores de refresco; en la de un club más o menos elegante con nadadores bronceados y de trajes impecables, émulos del bienestar acuático publicitario; en albercas públicas como la que me alberga ahora, un poco más exigentes pero desenfadadamente democráticas, y también en las albercas de casas particulares, tan a propósito para que el cine y la literatura escenifiquen en ellas dramas y crímenes –como en la escalofriante Mar de fondo, de Patricia Highsmith– y tiñan de sangre o de sexo jadeante el agua que refleja soles inverosímiles. La misma agua que corre por tuberías silenciosas brota en el Pedregal y en Iztapalapa, en los clubes exclusivos de precios imposibles y en los deportivos de las delegaciones, donde pasa por la azul clorificación para, ya dispuesta como mar o cielo líquido, recibir nuestros ilusos chapuzones. Quizá esa agua no corre dos veces en el mismo río, como diría Heráclito, sino que va de alberca a alberca y nosotros no hacemos sino formar a su alrededor pequeñas sociedades con vista al mar, maquetas de una plenitud antigua. La línea que recorren los deportistas en las albercas señala un horizonte y sus cabezas con gorritos son las boyas que marcan la frontera con los tiburones y el mar abierto imaginario, un más allá que el agua siempre sugiere, aunque sea en un charquito, una taza de té o una alberca. Y es que pocas cosas son más frustrantes y tristes que una alberca vacía. El agujero abierto en medio del suelo como una enorme tumba nos hace sentir lo frágiles que somos sin el agua que sostiene la danza de los bañistas, el artificio de mar y peces a que nos entregamos con deleite. Una alberca vacía se convierte, de sitio de libertad y vuelo acuático, en calabozo.

¿Por qué albercas? Veo que en México nombramos así a lo que en otros lugares llaman piscinas. La etimología árabe de alberca significa, al parecer, “charco”, y pienso inevitablemente en aquella expresión tan socorrida de “cruzar el charco”, que alude al mar. No sería extraño, en la tierra del ajolote, que el agua móvil se trocara, en su significado, por aquella estancada, quieta, en la que habita nuestra melancolía.

El clavado

El profesor me indica que me lance al agua: rodilla en tierra, la otra pierna doblada, brazos estirados y mano sobre mano, la cabeza metida entre ambos brazos. Ya estoy. Ahora impúlsese hacia el agua, me dice. No puedo. Y eso que ejecuto con mucho entusiasmo unas brazadas y unos pataleos que se parecen bastante al estilo de crawl. ¿Qué debo ver en la alberca para querer saltar? Salto con los ojos cerrados y caigo sobre la panza. Pésimo. Algún día, por lo menos, lograré no asustarme. No sé si lo llegaré a hacer bien, pero con no sentir espanto sería feliz. Paso toda una semana imaginando cómo perder el miedo, saltando de clavado sobre mi cama con la fantasía de que la colcha es el agua, mentalizándome –qué verbo horrible–, convenciéndome de que alguien muy amado me espera ahí, animándome, pidiendo consejo y ayuda psicológica para señoras clavadistas por necesidad.

A la clase siguiente, sin embargo, me cambian de carril. Me siento como en otra etapa de una cinta de fabricación de nadadores en serie y además, en este nuevo carril, la maestra ya no exige el clavado. Es un país distinto, si bien más esforzado. Por un lado respiro con gran alivio, contenta de estar libre del salto; por el otro, ya no sé qué hacer con todo el montón de preparativos, ejercicios espirituales, fantasías al borde del precipicio que he ido arrastrando en un bolsón de angustias ahora gratuitas, junto con el que contiene las zapatillas, los googles y el gorrito de color reglamentario, y a los estrictos requisitos que se exigen para entrar a esta alberca de barrio, que es algo así como la gloria, pero con instructivo y documentos. Agua glorificada y clorificada a más no poder, entrar en ella es un lujo y aprender a nadar un privilegio con algunos sufrimientos, como se puede ver, pero de los que forman el carácter. Quizá nunca me tire de clavado, pero he pasado unas semanas echándome de clavado en mi propio vértigo, lo que ya es decir.

Así que me aplico a nadar en esta alberca que es todas las albercas, su cloro es todo el cloro de la ciudad –muchos trajes de baño han desaparecido a su paso– y aunque me siento un pez torpe, el agua me procura audacia y horizonte.