Opinión
Ver día anteriorDomingo 18 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿La Fiesta en Paz?

Una maestra normalista al lado de un artista

S

iempre pregunto a las esposas de los matadores: ¿Qué será más difícil, lidiar un toro o lidiar con un torero? La mayoría se inclinan por lo segundo. ¿Porque piensan?, vuelvo a preguntar. No, porque fuera del ruedo piensan poco, suelen responder.

Como padre y esposo era como cualquier torero o fotógrafo taurino: estaba poco en casa pues por su trabajo constantemente iba a las ganaderías, a las plazas y a eventos. Nos conocimos en junio del 80 en una casa de asistencias en Saltillo, propiedad de doña Choco, esposa de don Ramiro Morales, único apoderado que tuvo Armando. Creí que allí vivía pero no lo volví a ver hasta septiembre. Ya éramos novios cuando dos meses después tomó la alternativa con gran éxito, platica con entereza Tere González viuda de Rosales, esposa de El Saltillense, matador de toros y extraordinario fotógrafo fallecido el 10 de diciembre pasado.

Nací en Frontera, Coahuila, pero me vine a estudiar a Saltillo a la Escuela Normal Superior, me titulé y he trabajado como maestra desde 1981. Empecé mi carrera en Chavinda, un municipio de Michoacán donde me dieron plaza, y en una modesta ranchería llamada La Cuestita, donde estuve dos años en condiciones muy especiales.

¿Especiales en qué sentido?, pregunto a Tere. “Bueno, pues porque a ese trabajo me fui con cinco meses de embarazo aunque casi no se notaba. Regresé a Saltillo y nuestro primogénito Armando Miguel nació el 26 de diciembre. Esas condiciones especiales fueron en aumento ya que regresé con mi niño a La Cuestita mientras Armando intentaba conseguir corridas luego de su triunfal alternativa. Impartía clases con Armandito en el portabebé.

“Si lloraba le daba el biberón y seguía enseñando a leer y a escribir o incluso interrumpía la lección para cambiarlo sobre el escritorio. Iban pocos niños; los más preferían irse a trabajar a la cosecha de la fresa, por la paga. Armando nos visitaba los fines de semana y nos llevaba a pasear a Morelia y a otros lados, pero nos decía que ambos olíamos a rancho y primero nos mandaba a bañar.

“Como las corridas escaseaban empezó a dedicarse más a la fotografía taurina. Lejos de amargarse por la pérdida de su ojo derecho cuando novillero, amaba profundamente la fiesta de los toros y decidió entonces hacerle faenas a la luz, a las sombras, a la escala de grises y al color, hasta llegar a sus imaginativas soluciones. Cuando nos casamos todavía no era famoso como fotógrafo, pero yo lo quería más allá del estatus o de la seguridad económica que pudiera darme. Para mí fue amor a primera vista. Me encantaba su buen humor y sus ocurrencias, más que su físico. Con el pretexto de sacarme unas fotos empezó el noviazgo, que duró un año.

“El 12 de diciembre de 1983 nació nuestra hija Lupita en Monclova, y el 8 de diciembre de 1989, vino Pablo en Saltillo, los tres son del mismo mes por lo que en mi familia decían que en primavera había que amarrar a Armando y no a una cama precisamente. Creo que no he visto más de cinco corridas en mi vida. Me ponía muy nerviosa ver torear a Armando y a él más saber que yo estaba en el tendido. Los enemigos de nuestra relación fueron las plazas, los ganaderos y los toreros, ah y los taurinos, que sin arriesgar nada son especialistas en perder el tiempo.

“Once años vivimos en la ciudad de México. Fueron realmente muy difíciles y en lo económico nos las vimos muy duras, sobre todo en sus inicios como fotógrafo, ya que sacaba centenares de fotos y le compraban una docena. Ya con sus fotos a color y con sus soluciones empezó a haber un poco más de dinero. A sus frecuentes ausencias hubo que añadir que la ciudad se fue complicando y más cuando los niños fueron creciendo, por eso decidimos que me regresara con ellos a Saltillo.

Como me llevaba 14 años, Armando fue exageradamente celoso y prefirió tenerme al margen de la fiesta y como entre mi trabajo, los niños y la casa me ocupaba demasiado, tampoco insistí. Pero en casa siempre estaba vacilando, ingenioso y de buen humor, excepto a últimas fechas cuando tenía que ir a México; ya no le gustaba mucho. Fue siempre muy trabajador y además de sacar fotos le encantaba cocinar, pero se fue sin decirnos cómo hacía su paella, que le quedaba deliciosa. Creyó que tenía muchos amigos, pero no fue así. Más bien tuvo clientes, admiradores y gente que lo usó. Fue desprendido incluso con su trabajo y como le apasionaba nunca se obsesionó por cobrar, concluye Tere con voz clara y fresca, tras 30 años de ser maestra.