Opinión
Ver día anteriorJueves 13 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El trabajo como institución política
S

emana a semana tenemos la oportunidad de asomarnos al mundo del trabajo gracias a las colaboraciones de Néstor de Buen y Arturo Alcalde, voces rigurosas a las que suelen añadirse las discordantes rectificaciones a las que ya nos han acostumbrado los funcionarios de la secretaría del ramo. Esta vez quiero referirme a un aspecto de la realidad laboral que suele perderse de vista a la hora de examinar la situación del empleo: ¿qué papel juega la sindicalización para definir los grados de desigualdad en el país? Conforme a la ideología puesta en boga por los tecnócratas y voceros que hoy ocupan los puestos de mando en institutos empresariales y oficinas del gobierno, el sindicato, al igual que la contratación colectiva o el salario mínimo son camisas de fuerza que atan la productividad y, por tanto, la disminución real de las desigualdades. En suma: el mejor sindicato es el que no existe o el que obedece el interés patronal. Llevan años con esta prédica, aprovechándose, ciertamente, de la debilidad de un sindicalismo mayormente establecido para crear estabilidad en el mercado laboral y no como instrumento para la defensa del interés de sus agremiados, como plantea la Constitución.

Pero esta visión simplificada y simplificadora no se compadece con la realidad ni siquiera en los países más desarrollados que nuestros líderes políticos toman como ejemplo a imitar, por ejemplo Estados Unidos. Veamos. Según Western y Rosenfeld, en un ensayo publicado por la American Sociological Review, cuyas conclusiones recoge Kevin Drum en Mother Jones, hay un efecto económico directo de la afiliación sindical en los salarios, pero también hay un efecto de los sindicatos en el sistema político que afecta indirectamente a los salarios. Los autores buscan probar que la caída en la tasa de afiliación es una de las causas que explican la creciente desigualdad en la sociedad estadunidense, justo a partir del comienzo de la revolución conservadora inaugurada por Ronald Reagan siguiendo los pasos de Margaret Thatcher. Sin capacidad para reaccionar a escala planetaria contra las tendencias a la deslocalización que acompañan la globalización, los viejos sindicatos perdieron peso específico para librar la batalla en el día a día del mercado laboral, mientras sucumbían bajo las políticas neoliberales los pactos sociales que antaño les garantizaban el poder de negociación que habían alcanzado a través de duras luchas a lo largo del siglo XX. El declive del movimiento obrero estadunidense y el incremento, asociado a él, de la desigualdad salarial, señaló el deterioro del mercado de trabajo como institución política... Y, no obstante los efectos desastrosos sobre el empleo y las condiciones de vida, el modelo laboral recreado por el capitalismo salvaje se convirtió en el nuevo catecismo de la productividad, apenas resistido con éxito relativo en los países que lograron edificar las bases del estado de bienestar. Hoy, cuando la crisis desborda las expectativas negativas del desempleo, de nuevo se presentan como opciones las mismas ideas que en el pasado despojaron a los trabajadores de toda capacidad de resistencia, ya sea aboliendo conquistas históricas o reformando las leyes para hacer del trabajo una mercancía devaluada al servicio de la acumulación más voraz. No extraña, pues, que en el lugar de las viejas organizaciones surjan hoy formas inéditas de asociación y protesta colectivas que reflejan la nueva y compleja composición de la sociedad moderna, las cuales, en definitiva, vienen a replantear la reivindicación del mercado de trabajo como institución política y no como un simple intercambio determinado por la oferta y la demanda.

Pensando en nuestras circunstancias, sería un acierto realizar una investigación semejante (si no es que ya está hecha) para ver hasta qué punto la desnaturalización del sindicato (a través, por ejemplo, de los contratos de protección) y la caída registrable en la tasa de sindicalización actúan como factores importantes en la expansión de la desigualdad que se observa como resultado de las reformas que configuraron la nueva relación mercado/Estado en la que estamos. Y no es que se eche de menos el oscuro sindicalismo que prevaleció durante las décadas de crecimiento y desarrollo estabilizador, caracterizado por la sumisión de las masas asalariadas a los designios del corporativismo estatal y la desnaturalización de las organizaciones de clase gracias a la imposición de corruptos mecanismos de control. Sin embargo, por las razones que Arnaldo Córdova nos explicó desde su clásico La formación del poder político en México, la supuesta alianza entre el llamado movimiento obrero organizado y el Estado sólo se podía concebir si al primero se le otorgaban concesiones que al resto de la población se le negaban, como, por ejemplo, el acceso a la seguridad social. A cambio de la fidelidad al régimen (y del voto acarreado) los líderes charros aseguraban espacios políticos de representación y, en definitiva, una presencia en el Estado que de ninguna manera se podía considerar insignificante, toda vez que la política salarial se definía con su absoluto consentimiento. A los disidentes, para qué recordarlo, esperaban la represión y el despido. Cuando ese sistema entró en crisis, en plena pugna por la democracia, la libertad de los trabajadores quedó entre paréntesis, pues los grupos de poder –incluyendo a los gobiernos panistas– entendieron que era mejor negocio mantener el antidemocrático estatus proveniente del corporativismo y la subordinación a cambio de privilegios que abrir las compuertas al ejercicio de los derechos que les corresponden.

No extraña que en este México agobiado por la crisis y la delincuencia, los asuntos del mundo del trabajo pasen inadvertidos incluso para los políticos y analistas más perspicaces. Y sólo se habla de los sindicatos para criticarlos como monopolios, sin consideración alguna por los derechos de los trabajadores a contar con instituciones autónomas y democráticas. Es decir, se les sigue tratando como correas de transmisión de los grupos económicos o como fuentes de apoyo político que más vale no menealle.