Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 28 de agosto de 2011 Num: 860

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Un Oscar en el
Texican Café

Saúl Toledo Ramos

Haití militarizado
Fabrizio Lorusso

Historias de frontera
y sus alrededores

Esther Andradi entrevista
con Rolando Hinojosa

Mozart: no hay nada
que su música no toque

Antonio Valle

Dickens, el burlón
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


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Enrique López Aguilar
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Entre la crónica y la leyenda

La crónica, uno de los géneros más antiguos, ha prevalecido en el tiempo, indistintamente de su condición oral o escrita y, tal vez, su cometido más importante siempre haya sido el de transmitir el testimonio de acontecimientos conocidos o atestiguados por el cronista, pero incógnitos para el receptor de la misma. Ese es uno de sus principales atributos: el yo estuve ahí pareciera otorgarle valor de credibilidad y carta de presentación frente a quienes no tienen otra manera de conocer ciertos hechos, de no ser por la intervención del narrador. Así, los célebres Comentarios, de Julio César (a la guerra civil y la guerra de las Galias), la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, los Diez días que cambiaron el mundo, de John Reed, y la gélida transmisión televisiva del derrumbamiento de las Torres Gemelas de Nueva York, implican que la autoridad del cronista se sustenta en su condición de testigo o participante privilegiado de los hechos que cuenta, sin importar que su instrumento sea la voz, la pluma, el libro impreso, el periódico o la cámara, pues su característica peculiar es la de haber sido, primero, un ojo que vio y registró; después, una voz, una mano o un instrumento dispuestos a dar cuenta de los hechos con supuesta objetividad.

Desde luego, ni el aval de haber sido testigo de algo, ni el instrumento empleado para contar las cosas, ni el punto de vista elegido, garantizan el pleno conocimiento ni la “verdad” del asunto historiado, pues resulta inevitable que la crónica se encuentre teñida por la condición subjetiva de la persona que cuenta: sus preferencias, la manera en que ordena o desordena el material, los detalles que deja de lado y los que incorpora, sus simpatías y antipatías, la manera de destacar a tal o cual personaje… En este sentido, ni siquiera el registro de una cámara fotográfica o televisiva garantizan la objetividad de la crónica, pues incluso ahí persiste el punto de vista de quien manipula la información: el ángulo de la toma, el acercamiento o alejamiento del objetivo, la ubicación de cámaras y locutores en lugares determinados, cierta tendencia interpretativa… Y, sin embargo, no obstante lo difícil de narrar con absoluta imparcialidad, la crónica sigue teniendo un valor comunicativo, pues se le atribuye instintivamente la confianza del testimonio: yo estuve ahí (es decir, yo vi, participé, presencié).

Por razones no muy fáciles de desentrañar, la leyenda ha sido asociada con la crónica, no obstante que, como lo señala el Diccionario de autoridades, leyenda es  “la acción de leer y lo mismo que Lección […] Se toma también por la historia, u otra materia que se lee”. En este sentido, estrictamente, leyenda es todo lo que se puede leer, sea crónica o no; sin embargo, entre esa lectura dieciochesca y la que se adquirió posteriormente, María Moliner ya da como segunda acepción de la palabra la idea de que se trata de una “narración de sucesos fabulosos que se transmiten por tradición como si fuesen históricos”, y la emparienta, por tanto, con la conseja, el cuento de viejas, la epopeya, la fábula, el mito y la tradición. Esa puede ser, por cierto, una de las claves de la contaminación de ambas formas literarias: si algo fabuloso se presenta al lector como si fuera histórico, puede presumirse que la crónica no es sino uno de los disfraces narrativos de la leyenda.

De ser cierta la hipótesis precedente, es posible que crónica y leyenda se hayan contaminado por la necesidad de dotar a ésta de un cierto aire de realidad, así sea para, de manera artificiosa, tratar de hacerla aparecer como algo que pudo ser posible, ya sea por proceder de una tradición oral o porque el autor de la leyenda pretende colocarse en el papel del cronista, es decir, como testigo privilegiado de los hechos, ya sea por testimonio directo o porque “así se lo contaron”, recurso que tiende a reforzar la verosimilitud de lo contado. En la historia reciente de las leyendas no es inusual, por tanto, que sus autores entremezclen relatos que provienen de tradiciones orales regionales con otros inventados por ellos, a partir de un estilo que pretende dar autenticidad a sus fabulaciones: así hizo Ricardo Palma con las Tradiciones peruanas, y así hicieron Artemio de Valle-Arizpe y Luis González Obregón, dos escritores que creyeron encontrar en el pasado colonial mexicano una rica fuente para recrear e inventar historias con fuertes acentos arcaizantes en su lenguaje, lo cual los volvió extremadamente afectados en su expresión escrita.