Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de julio de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sentido adiós a la India
C

uando fui a Ajanta, hace seis años, me ofrecieron utilizar un palanquín que cargaban dos indios; rehusé, me parece inhumano, los cargadores parecen niños desnutridos, lo son; detrás, otro palanquín donde van apoltronadas dos señoras excesivamente gordas, la frente decorada de rojo.

Subo como desesperada los escalones de alto peralte; me canso, la lengua de fuera, una heroína, me digo, orgullosa, sudada y las piernas temblando, casi sin fuerzas para admirar las cuevas.

En realidad en ese momento no me interesan, lo único que me importa es probarme que soy capaz de vencer obstáculos, ¿acaso no hace 13 años realicé una proeza semejante? Subir y bajar sin mostrar ningún cansancio los mil y un escalones que median entre el turista y las catacumbas cristianas en Capadocia; o, para documentar mi eterna juventud, aquella vez en 2006 que, adelantándome a todos los participantes de uno de los múltiples congresos a los que he asistido, subí con agilidad las penosas escaleras que conducían a nuestras habitaciones en la Villa Medicis, en Roma o, para finalizar este recuento de hazañas prodigiosas, durante mi estancia en Londres, tomé el Metro –the tube– en Holland Park: alcancé la superficie sin aliento, empujada por las fuertes corrientes de viento que estas escalera-túneles engendran; al salir, le entregué mi billete al inspector.

Debí haber previsto esta odisea al leer un letrero que había sido colocado hacía dos años en la entrada: Si viaja a Holland Park se le aconseja descender en la próxima estación: hay 354 escalones entre la plataforma y la calle. Ascensor descompuesto. Disculpe las molestias que le ocasione este arreglo. Con el vestido arrugado y totalmente despeinada, advierto que una estación de este tipo en el Metro de Londres está a mitad de camino entre el infierno y un huracán.

En Ajanta llevo puesta al cuello una pashmina (falsa) color mostaza que usaré durante todo el viaje, aun para dormir. En mi precipitado ascenso, mis compañeros más prudentes me reconocen entre los demás turistas por ese distintivo detonante. Cuando regresé a Delhi, volví a la tienda donde la había comprado, indignada, la mostré a los dueños del almacén, ajada, llena de esas bolitas de lana mediocre que una pashmina verdadera jamás debería producir. Se disculpan, me la cambian por otra (descubro que es igual a la anterior). La de Luz es idéntica –la ha comprado en el mismo lugar– y está intacta. La usa con parsimonia.

Un escritor amigo mío, que escribe con el brazo izquierdo porque le falta el derecho, ha narrado mi aventura de manera extravagante, me hizo subir las escaleras de alto peralte de las cuevas budistas de Ajanta como si fuese un personaje alado, digno de Las mil y una noches; me hizo extraviarme, desaparecer. Logró que, violando los reglamentos de ese monumento, mis amigos y familiares pernoctaran en las cuevas, junto con los murciélagos y algunos monjes budistas ataviados con una túnica escarlata y uno de sus brazos descubierto; austeros, sus cuerpos son sin embargo robustos, parecen luchadores japoneses practicando el sumi; los veo sentados en posición de flor de loto, rezando con devoción; de tiempo en tiempo se oye, amplificado por el eco, el clásico ¡ommmmmmmmmmmmmmmmmmm!

Al cabo de tres días de búsqueda infructuosa, un niño, cual emisario divino, los conduce a una de las cuevas más sagradas; allí me encuentran, me he transformado en una sacerdotisa sentada con las piernas cruzadas en posición de loto (en realidad, mi cuerpo carece totalmente de flexibilidad, soy incapaz de alcanzar con mis brazos el suelo o de ejecutar con gracia o siquiera con precisión algunos de las ejercicios que mi maestra de yoga pretende enseñarme), llevo puesta alrededor del cuello mi infaltable pashmina, a pesar del calor; indoctrino a varios monjes: contrasta el intenso color amarillo de mi bufanda con las vestiduras púrpura que cubren casi por entero el cuerpo de los orantes.