Espectáculos
Ver día anteriorSábado 2 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
Neosurrealista lúdico*
Periódico La Jornada
Sábado 2 de abril de 2011, p. 9

Guillermo Scully es inventor del mito de sí mismo, de un yo que se regala al colectivo, de un porte que se hace arte. Para ello ha sido capaz de inventarse varios lugares de nacimiento y de fundar un movimiento plástico de un solo hombre, el neosurrealismo lúdico. Negro, blanco, indoafrolatinoamericano y caribeño, 75 por ciento zapoteca, adolescente hasta la vejez, fiestero empedernido, amante del movimiento cuando se condensa en la sensualidad del baile, dibujante de todas las mesitas de café de las plazas de Córdoba, en Veracruz, y del Centro de la ciudad de México, Guillermo Scully Fuentes crea y se inventa, entra y sale de los personajes de sus dibujos al pincel y tinta china como gato que prefiere los tejados a la seguridad de tierra firme.

Dibuja obsesivamente y descuida el color, ese accidente de la forma, como a veces lo define; deja correr el carboncillo y olvida el ensayo y la experimentación cual si fueran necesidades de otros; se repite con el pincel rápido y fecundo del movimiento del baile, una y otra vez, hasta lograr que el gesto se materialice en una imagen de sí mismo.

Aparentemente hedonista al punto de caer en la frivolidad, Guillermo Scully en su dibujo detiene lo efímero haciendo de un baile pasado de moda el patrón del comportamiento humano, una reacción a los eventos de crónica mundana.

Es, asimismo, lo suficientemente irónico para sonreír de la testarudez de su compromiso con la vida y de su indescriptible irresponsabilidad con los deberes sociales; pero es severo hasta obligarse cuando se trata de retratar la realidad de las nuevas mitologías urbanas y rurales del México invadido por una estética fútil, de sociedad de espectáculo.

Pero es en el baile donde se expresa la verdadera vocación nostálgica de este pintor, quien vive intensamente la búsqueda de su figuración. Sus trazos muestran una doble función, por un lado, la desmesura hedonista y sensual de sus bailarines y músicos que se manifiesta en líneas corporales sinuosas y rítmicas y, por el otro, líneas duras que enmarcan los rostros de sus personajes, en una reminiscencia del arte de los pueblos originarios mexicanos. Este aparente contraste da a su obra un equilibrio tal que sólo los asiduos a los salones de baile pueden identificar. Traduce la magia del danzón que envuelve a las parejas en una coreografía de ritmo y contención, al mismo tiempo.

Lo de los salones de baile, cuenta Scully, le viene de sus años en La Esmeralda, donde realizó sus estudios, cuando el maestro Lupito, así lo llamaban, los llevaba al Salón Colonia a tomar apuntes, lugar donde me volví obsesivo del salón de baile: era llenar libretas enteras de apuntes. Aunque el tema lo cautivaba desde la infancia, cuando se escapó de la casa para refugiarse en el puerto de Veracruz. O cuando a los 12 años viajó a Nueva Orleáns, invitado por una tía, y se paseó por Bourbon Street, atraído por los bares de topless y música.

Las escenas de baile, que se continúan en toda la obra de Scully, al igual que sus saxofonistas, pueden parecer caóticas; sin embargo, logran contenerse sobre el papel o dentro de la tela, sin temor a desbordamientos. Al respecto, escribe Lena García Feijóo: De Scully podríamos decir que es un pintor desenfrenado, si no fuera porque en su obra todo parece estar profundamente trabajado. Esas parejas en pleno danzón, de mujeres hermosas en su exuberancia, cubiertas con vestidos pegados a la piel y hombres que demuestren su virilidad sosteniéndolas entre sus brazos, constituyen un mundo de mujeres libres y valientes y hombres seductoramente rítmicos y oportunamente fuertes y cálidos.

También de papel son los saxofonistas que van surgiendo de las líneas de tinta y que se incorporan, poco a poco, descubriéndose, al ritmo de la música que se escucha. Esta acción directa de dibujar ante un público antes ocupado en pláticas y en beber dentro de un bar, lo llena de regocijo cuando llega a la pincelada final. Guillermo Scully es, en parte, hechura de su propia obra, es su propio personaje, precisamente porque también el artista, dice, “tiene que crear su propio mito; tiene que vivirlo y asumirlo para dar sustento a su misma interpretación plasmada en sus obras. Yo sí llevo un poco la vida al límite y sí me identifico con esa cuestión clásica que nos cuelgan a los artistas... la bohemia.

*Extracto tomado del ensayo inédito Siete pintores de una generación sin nombre, de Francesca Gargallo y Rosario Galo Moya