Opinión
Ver día anteriorViernes 25 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pura habladera
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Colin Firth, en un fotograma de la cinta de Tom Hooper
E

n su incipiente carrera cinematográfica, el director Tom Hooper –quien inició su trayectoria dirigiendo teleseries para la BBC y otras cadenas– se ha concentrado en películas que uno pensaría dedicadas sólo a los espectadores británicos. Su segundo largometraje, The Damned United (2009) (con razón nunca proyectado en México), describía el efímero y controvertido desempeño de Brian Clough como entrenador del equipo de Leeds United. (Personalmente la archivé en el expediente: ¿Y a mí qué chingaos me importa?)

Con la siguiente, El discurso del rey, Hooper amplió su público a cualquier persona, posible lectora de la revista Hola, que se sienta parte de la familia real británica de forma virtual. Rutinaria y teatral como una ceremonia de coronación, esta épica del mensaje edificante se centra en los esfuerzos del involuntario monarca Jorge VI por superar su problema de tartamudeo, que impide su necesidad de pronunciar discursos públicos.

En una especie de versión inversa de Mi bella dama (George Cukor, 1964), ahora será un plebeyo –australiano, además–, quien enseñará a un aristócrata a hablar como persona normal.

El eje central de la película es el chispeante intercambio entre el excéntrico terapeuta de lenguaje Lionel Logue (Geoffrey Rush) y el aspirante al trono (Colin Firth), lo cual dará lugar a uno de esos duelos de actuación que tanto fascinan a los anglófilos. En efecto, el desempeño es lo que podría esperarse de un par de profesionales sin tacha, aunque Firth sea, para no variar, un minusválido en simpatía. Siempre da la impresión de estar padeciendo un leve caso de indigestión (¿son esos tartamudeos o eructos?).

El guión del septuagenario David Seidler, activo desde los 60 –y se nota–, brinda a ambos histriones repetidas oportunidades de lucimiento. Para hacer aún más obvio ese relato de superación profesional con todo y maestro inolvidable, Hooper ha elegido convertir a los demás personajes en monigotes y filmar todas las acciones con un gran angular. Por ejemplo, Helena Bonham Carter es más una caricatura como la abnegada reina madre que como la madrecita de reina por ella encarnada en Alicia en el país de las maravillas.

También contribuye a esa deformación una rimbombante puesta en escena que sigue o antecede a los protagonistas con constantes tracking shots, como si hubieran dejado de tarea imitar al Kubrick de El resplandor (1980). Asimismo, cada espacio –hasta la modesta oficina de Logue– adquiere una dimensión gigante. Al parecer, para Hooper cualquier escena intimista necesita situarse en un espacio no menor al estadio de los Vaqueros de Dallas. Más cuestionable, empero, es la nula perspectiva crítica sobre toda esa pompa y circunstancia. Hooper y Seidler no pintan a los miembros de la realeza británica como los dispendiosos personajes decorativos que son, sino como si realmente reinaran sobre sus súbditos. La visión es estrictamente conservadora.

Aunque Logue sea un igualado maestro, capaz de llamar Bertie a Su Arrogancia, también sabrá cuándo pedir perdón, cuando se pase de la raya. Y claro que Eduardo VIII (Guy Pearce) no puede servir como rey. Qué ocurrencias son esas de casarse con una vulgar gringa divorciada (¡dos veces!) y dueña de misteriosos trucos sexuales.

Un solo momento sugiere pensamientos más profundos, cuando Jorge ve, asombrado, un noticiario de un discurso de Hitler arengando al pueblo alemán con el peso de su histeria histriónica. O sea, en la política no es el contenido del discurso lo importante sino cómo se expresa. No obstante, el final triunfalista –bajo las notas majestuosas de la Séptima de Beethoven (¿la música del enemigo?)– niega esa observación haciendo la apología de la demagogia. El rey ha aprendido a repetir, como muñeco de ventrílocuo, pura palabrería hueca.

Las imprecisiones históricas abundan en El discurso del rey. La voz que mantendría unido y fuerte al reino durante la Segunda Guerra sería la del primer ministro Churchill (aquí reducido por Timothy Spall a otra caricatura, pero de ¡Hitchcock!). El apocado rey no contaría mucho en el esfuerzo bélico. Tal vez contagiada por el furor de entusiasmo ante la inminente boda real entre el hijo de Lady Di y una guapa clasemediera, casi toda la crítica internacional ha dedicado elogios exagerados a El discurso del rey. Cómo no. Es la perfecta película de falso prestigio, promovida por su productor Harvey Weinstein para barrer en la próxima entrega del Óscar.

(Si alguien se molesta en llenar su quiniela, apueste por ella en todas sus categorías participantes y tendrá más oportunidades de llevarse la bolsa. Seguramente será tan recordada en unos años como Gandhi lo es ahora.)

El discurso del rey (The King’s Speech) D: Tom Hooper/ G: David Seidler/ F. en C: Danny Cohen/ M: Alexandre Desplat/ Ed: Tariq Anwar/ Con: Colin Firth, Geoffrey Rush, Helena Bonham Carter, Guy Pearce, Timothy Spall/P: The Weinstein Company, UK Film Council, Momentum Pictures, Aegis Film Fund, Molinare London, Film Nation Entertainment. EU, Reino Unido, Australia, 2010.