Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de enero de 2011 Num: 829

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los sueños
Alejandro Rosen

Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova

Mandela: libertad
y humanismo

Leandro Arellano

Manuel Ulacia,
poeta del tiempo

Raúl Olvera

Claude Lefort: la democracia, negación
del totalitarismo

Sergio Ortiz Leroux

Leer para escribir la vida
Luis Enrique Flores entrevista con Mónica Lavín

Leer

Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración: Pío César Robla

Los sueños

Alejandro Rosen

Para Daniela Villarreal Rubio

Como un moribundo, sabía que te encontrabas al final de esa oscuridad, en esa promesa de luz que ya no estaba, pero que ahora se agrandaba cada vez más y más. Ante tu cercanía, jadeaba desesperado apartando con dificultad montones de oscuridad. Con un grito de júbilo alcanzaba el exterior, pero de inmediato y con horror, me daba cuenta que te había alcanzado en un momento inconveniente: me había apresurado demasiado, aún eras una niñita con el cabello trenzado y una muñeca en los brazos, una Daniela de cuatro o cinco años. Riendo, y ante la mueca de repulsión de las mujeres que te rodeaban, aproximabas tu zapato, gigantesco para mí, presto para aplastarme y de paso cegar nuevamente la entrada del agujero que seguramente me servía como madriguera; sólo porque sí, sólo porque te parecía divertido el caos que provocabas. Tratando de protegerme con las palmas abiertas, gritaba: soy Gregorio, ¿no me reconoces? Desperté gritando en la oscuridad donde no había Danielas ni zapatos amenazantes; nadie me aplastaría. No obstante, mis patas trataban torpemente de enjugar el sudor de mi frente, donde un par de enormes antenas se movían nerviosamente, sin saber si salía o apenas entraba en una pesadilla de Kafka.

Nadie duerme si yo duermo. El sueño tranquilo debe parecerse a la muerte, a un anciano que duerme exhausto tras caminar pesadamente unos pasos. Yo sólo sé de los sueños que caminan sobre el agua, que trepan paredes, que utilizan pesados zapatos y que se aparean interminablemente entre extasiados llantos de bebés, escandalizando y molestando así a todos por las noches. Sueños que roncan, desenfrenados, con los ojos muy abiertos, y que, buscándote, se ramifican indiferentes ante la poda, y que transitan en caminos sin asfaltar; superficies accidentadas que hacen saltar a cada momento y retan a levantar los brazos cuando se sumergen en una depresión, y pobre de ti si te sales del carrito pues te despiertas en otro sueño, con el corazón acelerado, buscando ya sea el interruptor o tu cuerpo, palpando desesperado en el lado oscuro de la cama, que siempre se mantiene contra la luz del sol e invisible desde donde duermes. Como es de prever, no estás en ese lado de la cama, pero si tengo fortuna, y después de tanto ajetreo, y pese a tanto vaivén, al fin doy contigo en el umbral de la vigilia. Pese a mis ruidosos sueños, has logrado dormir. Llego hasta ti, y noto que observas preocupada tu reloj, y antes que pueda esbozar una disculpa por el insoportable trajín que noche a noche provocan mis sueños –que han abandonado momentáneamente el apareamiento y extrañamente, sobre una cerca, han comenzado a entonar, No quarter, de Led Zeppelin, recibiendo una lluvia de injurias y zapatazos por su desafinado canto–, me dices que es tardísimo, que ya se te hace tarde, que tienes que despertar e irte a la escuela; hacer mil cosas. Prometemos encuentros que nunca se darán, nos citamos en lugares que aún no existen, y te despides dándome en los labios un ligero beso que rápidamente se enfría. Y yo me quedo tan triste.