Opinión
Ver día anteriorJueves 18 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La Muestra

Los gatos persas

E

ntre las múltiples prohibiciones que impone la república islamista iraní figura la música rock, perversión cultural de Occidente, y la aparición de mujeres cantantes solistas en un escenario; figura también de modo más absurdo aún la de sacar a la calle a las mascotas, gatos o perros, animales juzgados impuros. Los gatos persas, quinto largometraje del formidable realizador iraní, de origen kurdo, Bahman Ghobadi (El tiempo de los caballos ebrios, 2000; Las tortugas pueden volar, 2004), narra en tono semidocumental la salida de prisión del músico iraní Ashkan (Ashkan Koshanejad), quien intenta por todos los medios obtener un pasaporte y una visa para salir de Irán y poder tocar en un concierto de rock londinense con su compañera Negar (Negar Shaghaghi).

Lo notable de esta historia es descubrir hasta qué punto la ficción que describe las dificultades de un grupo de rock en un Estado autoritario, está ligada a hechos reales. La coguionista de la película, y compañera del director, Roxana Saberi, sale de la cárcel justo a tiempo para el estreno mundial de la cinta en el extranjero. El realizador se encuentra a su vez en el exilio, al igual que los dos actores principales del filme, mientras que Mehdi Pormoussa, el asistente de dirección, se encuentra todavía en la prisión, misma que compartió por un tiempo con el célebre director Jafar Pahnadi (El círculo, El balón blanco), quien acaba de ser liberado. La película no tiene, por supuesto, la menor posibilidad de ser exhibida en el país en que fue rodada de manera clandestina.

Bahman Ghobadi narra con brío esta historia de músicos que preparan en Teherán su concierto de despedida, antes de su improbable salida a Europa. Describe no sólo las vicisitudes de los preparativos organizados por un solícito mánager, Nadar (Hamed Behdad), hombre orquesta, mitómano y mundano, fino conocedor del underground cultural iraní, personaje sumamente divertido, sino también el clima de los conciertos improvisados en los sótanos de las casas, en continua alerta por la posible irrupción de la policía (la cinta alude también al arresto masivo de 400 personas durante uno de estos conciertos secretos). El director comparte así con los músicos las tribulaciones de la clandestinidad, se juega con ellos la suerte, y consigue al mismo tiempo, con cámara digital en mano, capturar la intimidad y zozobra del grupo, y también el clima de la capital iraní con sus contrastes de modernidad y miseria, y con la sensación de acoso de la ciudadanía por parte de las autoridades.

Una de las melodías (Dios, despierta) alude precisamente a la irracionalidad de este virtual estado de sitio. Otra alusión, apenas velada, muestra a una protagonista con un libro de Kafka bajo el brazo. Hay una escena delirante: la voz en off de la policía obligando a los músicos a entregarles en la carretera a un pequeño perro que viaja ilegal a bordo de un auto.

El director que en cintas anteriores tenía una percepción aguda y muy crítica del medio rural, consigue ahora el registro frenético de una opresiva realidad urbana. El rap persa que el grupo combina con sonidos metaleros y no pocas melodías de folclor local, narra la historia no oficial del fundamentalismo religioso vuelto gobierno, y lo hace de manera nerviosa y a la vez segura, manifestando en lo que sugiere y deja en la penumbra –más que en lo que hay de verdaderamente explícito– el vigor artístico de la denuncia.