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El último suspiro del Conquistador / LXII

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anuel observó a la doctora Contreras y vio en ella a una mujer recia pero desamparada. Vio reflejados en sus rasgos severos la huella de los obstáculos que habría debido sortear para hacerse independiente, para escapar del acecho familiar, que de seguro la habría querido llevar a un matrimonio de conveniencia y a la aniquilación de su soberanía; imaginó el tesón que habría debido empeñar aquella mujer para hacerse una vida independiente y para construirse una posición respetable en la academia. “En la actualidad –pensó– esas cosas las consigue cualquier chava, pero en nuestros tiempos era diferente.” Hay esfuerzos físicos que desarrollan la musculatura del cuerpo, pero la clase de esfuerzos mentales que habría debido empeñar una mujer de su generación para ser una profesionista libre dejan su huella en los músculos del rostro. El de la doctora Contreras permitía figurarse, bajo una piel vencida por los años, la reciedumbre de una carne macerada por las tensiones y las batallas libradas en solitario contra los padres, contra las amigas íntimas, contra los pretendientes devoradores, contra los colegas que no quieren verse subordinados a una mujer más apta y capacitada que ellos, contra la urdimbre de las instituciones que anhelan biografías regulares y normalizadas. Manuel imaginó también que los ángulos agudos de aquella cara eran testimonio de un déficit de confianza y de ternura, de comunicación y de compañía, tanto como un acuse de recibo de las agresiones, las intrigas y la hostilidad de su entorno. Eso no se consigna en los currícula, pensó con tristeza. Luego observó el cuello de la mujer, moreno y duro, paseó la mirada por su cuerpo esbelto y experimentó una oleada de deseo como no la había sentido en muchos años, tan intensa que su cuerpo se agitó de manera tenue, pero perceptible. Algo debió percibir ella, pues levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Manuel. Él se ruborizó, pero no perdió el impulso.

–Venga tantito –le dijo, tomándola del brazo con suavidad, y conduciéndola hacia el pasillo, lejos de Andrés de Sánchez Lora y de Garcí–. Doctora, yo creo que usted y yo podríamos estar en un sitio mucho más divertido que éste.

–¿Pero usted no piensa más que en diversión? –le replicó ella, sin el tono colérico y terminante que le era habitual.

–Piénselo: esto ya resultó todo un éxito.

–Usted está loco: está a punto de escapársenos un descubrimiento tan importan...

–Fue un éxito porque nos permitió un encuentro, colega –la interrumpió él, enfatizando las sílabas de lo que decía–. A usted y a mí. Mire: ahora mismo estoy adivinando nuestro futuro...

–Está loco –repitió ella, con una risita.

–No –dijo él, haciendo gestos cómicos sobre una bola de cristal imaginaria–. Veo un restaurante italiano...

–¿Y luego? –preguntó ella, resignándose a deglutir el anzuelo.

–¿Y luego? Veo... una agencia de viajes...

–¿Y después?

–Algo que se mueve... Algo grande, grande... Es un barco... ¡Ya sé! ¡Es un crucero!

–¿Y quiénes van a bordo? –inquirió ella, ya metida de lleno en el tablero del juego que él había propuesto.

–Va mucha gente... Y entre ella, va una investigadora emérita del Politécnico...

–¿Y quién más? –interrumpió ella con impaciencia infantil.

–Un investigador jubilado de la misma institución...

La doctora Contreras se sintió atrapada entre dos impulsos encontrados: por una parte, deseaba dejarse seducir por su viejo colega pero, por la otra, sus alarmas internas, construidas y reforzadas durante décadas, se dispararon.

–¡Ay, los hombres! –exclamó al fin, consciente de que estaba dándole un manotazo al juego de Manuel– Siempre saboteándole la carrera a una...

Manuel estaba preparado para tal reacción; depuso el tono juguetón y repuso con seriedad:

–No, doctora, no le saboteo nada: usted ya consiguió todo lo que se proponía.

Ella se quedó callada por un momento y cayó en la cuenta de que su interlocutor tenía razón.

–Está bien –repuso con aire resuelto y enérgico–. Para empezar, lléveme a ese restaurante italiano, y ya luego veremos. Pero sáqueme rápido de aquí, antes de que me arrepienta.

* * *

Tras una convulsión, el cuerpo de Eduviges permaneció inerte. Tomás y Jacinta empezaron a inquietarse e intercambiaron miradas de zozobra. Pero de pronto la piel flácida que rodeaba la quijada de la mujer en coma empezó a inflarse, fue adquiriendo un tono rosáceo y luego, viró al rojo. Sus miembros, recorridos por tremores, se movieron en desorden. El cuerpo abrió un ojo y lo cerró. A continuación, de la garganta de la mujer tendida manó un borboteo profundo, su boca se abrió en forma desmesurada y la columna vertebral se le arqueó hacia arriba de manera antinatural. Jacinta no pudo con la impresión; se echó a temblar y se refugió, con la cara hacia la pared, en una esquina de la habitación.

–No tengas malos sentimientos –dijo Tomás–. Esto ya no es tu madre.

Intempestivamente, el organismo aludido recobró la postura horizontal, para luego alzar el torso con tal velocidad que la cabeza quedó inclinada hacia atrás

* * *

Y entonces su neblina terminó de despejarse. Lo que no era había fluido, como por un río subterráneo, mientras la nada se partía en pedazos a sus espaldas, y volvía a ser él. No era que las sensaciones lo invadieran, sino que él penetraba en el interior de las sensaciones y éstas quedaban adheridas a su alrededor, como si fueran piezas de vestido. Lo oprimieron todas a un tiempo y sintió la necesidad urgente de moverse, de hablar, de mirar, de oír, de paladear, de olfatear, de tocar, de respirar, de evacuar el vientre. La niebla de la eternidad fue remplazada por una luz omnipresente y extraña que no había visto nunca, aunque su blancura parecía velada por algo que era suyo, por algo que él dominaba como había dominado extensas tierras e incontables vidas. Si tan sólo pudiera recordar la manera de darle órdenes, de gritarle ¡apártate! ¡deja que me solace en esta luz que es la primera de mi vida!

* * *

Bajo la mirada atenta de Tomás, el cuerpo de Eduviges abrió los párpados de golpe y se quedó viendo, con una mueca de hipnosis, la lámpara de neón del techo. Su boca vomitó algo verduzco, pero el cuerpo no se inmutó. Parecía extasiado en aquella contemplación.

* * *

Aquella luz blanca, brillante y fría, sin parangón en el mundo que había conocido, iluminó sus rincones más oscuros, sus recuerdos más remordidos, sus secretos más ásperos, y entró en un estado de beatitud que le era igualmente desconocida. Experimentaba, por primera vez en la eternidad, sensaciones reales, no la mera evocación hueca de ellas, empezaba a sentirse y se atrevió a pensar que, sin saber cómo ni en qué momento, poseía un cuerpo. Con la audacia que le había sido característica, hizo contacto con él y se estremeció al percibirlo. Era resurrecto en medio de la luz celestial. A pesar de todos sus pecados y de todas sus atrocidades, lo había logrado, esta vez sin proponérselo: había alcanzado la salvación. Con ella, recuperaba la carne. Recobraría el verbo.

* * *

Jacinta se horrorizó cuando escuchó una voz que pensaba no escuchar ya nunca: la voz meliflua, destemplada y chillona de su madre:

–¡He llegado al Paraíso! –exclamó el cuerpo de Eduviges, sin dejar de ver la lámpara fluorescente del techo.

(Continuará)