Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de octubre de 2010 Num: 815

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El último cierre
FEBRONIO ZATARAIN

18avo día o El nuevo
orden de cosas

KATERINA ANGUELAKI-ROUK

Mitos y realidades
de la masonería

ADRIANA CORTÉS KOLOFFON entrevista con MA. RUGENIA VÁZQUEZ SEMADENI

Antonio Plaza, un poeta descastado
LEANDRO ARELLANO

Bertrand Russell, el caballero de la lógica
MARIO MAROTTI

Russell epistológrafo
RICARDO BADA

Alianzas para la gobernabilidad
HERNÁN GÓMEZ BRUERA

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

Dramafilia
MIGUEL ÁNGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Verónica Murguía

Gandhi y la lata de atún

Mientras escribo estas líneas miro la portada de un libro editado por Thomas Merton que recoge algunas ideas de Mahatma Gandhi acerca de la no violencia y sus posibilidades espirituales y políticas. En la portada aparece Gandhi, con ese aspecto frágil que sabemos era al mismo tiempo poderoso; el cuerpo agostado, el rostro luminoso de sabio, tan sutil y enérgico como las armas con las que se enfrentó al gobierno inglés. Su pacifismo, su lucha por la verdad y su fe en la no violencia son como un faro, sobre todo porque sabemos que, a la larga, esa voz fue escuchada.

Yo aspiro a ser pacifista, pero soy la peor del mundo. En los días que precedieron el bombardeo de Bagdad hice como doscientos letreros en los que se leía simplemente la palabra paz. Iba por todas partes con mis letreros bajo el brazo y pedía permiso para pegarlos en los escaparates de las tiendas. Entonces entré a una de ésas en las que hay incienso, fuentecitas y ángeles por todos lados. Me pareció apropiadísimo para poner un letrero pacifista, pues en la puerta se ofrecía “ayuda espiritual” y vendían cuarzos, gotas de Bach y cosas tranquilizadoras. Me llevé un chasco. Dijeron que no y que “ellos no se metían en cosas de ésas”. Les menté la madre. Gandhi me hubiera puesto como chancla. Decía de la gente como yo: quienes aspiran a ser pacifistas pero persisten en ser violentos –una mentada de madre es violencia– son hipócritas, deshonestos y cobardes.

Después de este incidente han pasado muchas cosas. ¿Quién me iba a decir que mis carteles serían apropiados para la situación mexicana? ¿Quién hubiera pensado que aquellos que votaron por el “presidente del empleo” estaban eligiendo a un hombre que hundiría al país en una guerra que lleva más de treinta mil muertos? ¿Que los civiles comunes y corrientes quedaríamos entre dos fuegos, el del ejército y el del crimen organizado? ¿Que el presidente del empleo sólo le daría chamba a sus amigos y que todos juntos tirarían el país por la ventana en la celebración más zafia y costosa imaginable? La lectura de Gandhi es, hoy, más necesaria para mí que nunca.

Sigo siendo una pésima aspirante a la ahimsa o paz. Bastan diez minutos de propaganda del Senado, gobierno federal, la Fundación Fox, Televisa o TV Azteca, para que se me vayan los estribos. Pero mis reflexiones, vertidas en el molde de nuestra realidad, tienen la paz, la resistencia no violenta a la brutalidad y la preservación de lo humano, como tema.

Lo que me lleva a la lata de atún. Una noche iba de regreso a mi casa cuando escuché en la radio a dos periodistas quienes, estupefactos, se preguntaban qué pasaba que casi nadie llevaba ayuda a la Cruz Roja para los damnificados de Veracruz, Chiapas y Oaxaca. Decían, con razón, que en ocasión del terremoto que destruyó Puerto Príncipe, la ayuda fue tan abundante que no había dónde ponerla. ¿Y ahora?

Tengo una hipótesis: estamos exhaustos. Escuchamos a diario noticias de balaceras, levantados, narcofosas, etcétera. Los desastres naturales son la cereza de un pastel horroroso y, además, nadie quiere que le tomen el pelo y que su donación sea usada como propaganda política, o robada por funcionarios sin escrúpulos. En el caso haitiano, tal vez la gente se dijo: yo doy lo que pueda y que se hagan bolas en Haití. Si se lo roban, será asunto de sus conciencias.

Bueno, pues en este caso, dar la lata, aunque le pongan su calcomanía del PRI, como decían que estaba haciendo el gobernador de Veracruz, es resistencia pacífica. Sabemos lo que puede pasar, es decir, que hagan caravana con nuestro sombrero. Que acabe en la mesa de una persona corrupta. Lo sabemos. Nadie nos está haciendo tontos. Damos a pesar de ellos. Damos porque no podemos permitir que también nos quiten (junto con la posibilidad de trabajar y vivir en paz) la disposición a ser solidarios. Damos porque es una forma de diferenciarnos de ellos, los que están del lado de la descomposición y la indiferencia. Damos porque un acto solidario en estas circunstancias es un acto libérrimo y soberano. Nadie nos obliga a dar la lata de atún. Todo conspira en contra: el tráfico, el hastío, el temor a que no llegue a manos del hambriento, la desesperanza. Pero si lo damos a sabiendas de todo esto, nos alejamos del camino que lleva a este país a convertirse, de una sociedad, en una turba de gente con la boca abierta frente a la tele.

Demos, pues.