Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de octubre de 2010 Num: 815

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El último cierre
FEBRONIO ZATARAIN

18avo día o El nuevo
orden de cosas

KATERINA ANGUELAKI-ROUK

Mitos y realidades
de la masonería

ADRIANA CORTÉS KOLOFFON entrevista con MA. RUGENIA VÁZQUEZ SEMADENI

Antonio Plaza, un poeta descastado
LEANDRO ARELLANO

Bertrand Russell, el caballero de la lógica
MARIO MAROTTI

Russell epistológrafo
RICARDO BADA

Alianzas para la gobernabilidad
HERNÁN GÓMEZ BRUERA

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

Dramafilia
MIGUEL ÁNGEL QUEMAIN

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Antonio Plaza,
un poeta descastado

Leandro Arellano

A Carlos Monsiváis, In memoriam

Todavía es posible hallar en algunos puestos de periódicos un librito de endebles pastas cromadas y portada cursilona –una foto desvaída de flores en tono rosado–, que aumenta el desconcierto de lo poco que conocemos sobre la vida y obra de su autor. La edición que consultamos data de 1978 y establece ser la tercera. En los márgenes, a lo largo del libro, aparecen dibujos e ilustraciones que omiten el crédito a los autores, bien que varios de Posada son inconfundibles. El papel es humilde y no hay página sin errata. Ni en su sepulcro reposa en paz este poeta, contemporáneo de los descastados.

Juan de Dios Peza, poeta decimonónico por quien la crítica y la historia literaria tampoco muestran demasiada consideración, es el prologuista y autor de la selección que lleva por título inverosímil –impuesto acaso por el mismo Peza– de Álbum del corazón. Peza escribe que fueron amigos cercanos a pesar de la diferencia de edades, y es él quien nos ha heredado la mayor información disponible sobre su vida y su obra. El Diccionario de escritores mexicanos no lo incluye, como tampoco la Historia de la literatura mexicana,de Carlos González Peña y, por supuesto, no figura en la nómina de los maudits de Verlaine.

El Diccionario Porrúa de Historia, Biografía y Geografía de México (Sexta edición) en cambio, contiene una breve y encomiosa entrada, en la que señala que sus poemas alcanzaron enorme popularidad y que su libro más famoso y muchas veces reimpreso es Álbum del corazón, cuya primera impresión, con prólogo de Manuel Payno, es de 1870. Igualmente generosa es la entrada en Wikipedia, y en Google posee buen número de seguidores. Tarea provechosa para críticos y lectores sería una investigación diligente en archivos y hemerotecas, para recuperar su obra completa y obtener mayores datos sobre su persona, pues importa conocer el proceso espiritual y las vicisitudes de la existencia del autor.

Igual que Espronceda –de quien toma varios epígrafes– fue liberal, disipado y romántico. El romanticismo era la corriente literaria más rumorosa de la época. Para ser románticos –escribió José Luis Martínez en La expresión nacional– les bastaba exagerar un poco su propio sentimentalismo, melancolía e introspección... Y a la luz de las circunstancia de la época, agrega, el escritor se siente víctima de una sociedad injusta y de tiempos inclementes.

Románticos los había –señaló por su parte Luis G. Urbina en La vida literaria en México– de tono cuerdo, suave, elegante, o populachero y maldiciente, como el de Antonio Plaza, “...que canta fuera del arte y que, sin embargo, es un poeta inferior que ha podido sobrevivir por la espontaneidad y la sinceridad de su pesimismo”. 

Su popularidad alcanzó tal punto que Alfonso Reyes lamentaba –en 1905– no conocer los Cantos de vida y esperanza porque en la capital del país sólo se hablaba de Peza y de Plaza. Favorito de los profanos, todavía se recitan sus poemas en contertulios, bares y cantinas a lo largo del país. Poeta popular, en efecto, pero no tanto porque se haya conformado con los ideales de la época, como por los asuntos y el tratamiento de su obra.

Espíritu inconforme y atormentado, Plaza pertenece al linaje de los poetas malditos. Reniega de la vida, desprecia a la sociedad, provoca a las buenas conciencias, alaba y elogia el vicio. Al morir Poe, Plaza contaba con dieciséis años, y a su vez murió quince después de Baudelaire. 

En su niñez fue enviado al Seminario Conciliar de México, donde se cursaban las carreras eclesiásticas y de jurisprudencia. Sirvió en el ejército liberal, donde alcanzó el grado de teniente coronel, y en un accidente un proyectil de cañón le inutilizó un pie. Ejerció el periodismo en defensa de las ideas liberales en diarios olvidados como El Horóscopo, Los Padres del Agua Fría, La Idea, La Bandera Roja, El Constitucional, etcétera.

Compartió los ideales y vivencias de los románticos de su generación: Acuña, Flores, Rosas Moreno y otros, ante quienes su obra nada desmerece. Entre los románticos mexicanos el máximo exponente fue Manuel Acuña, a decir de Justo Sierra. Acuña, como la centella, estaba hecho para iluminar fugazmente y desaparecer; llevó al límite la exaltación de aquella caudalosa corriente generada en Alemania e Inglaterra y depurada en Francia. Morir, ¿qué mejor ofrenda puede hacer el romántico con su vida?

Plaza fue más allá: su desencanto del mundo, de la vida, de la humanidad lo ubica en un espacio umbroso al cantar –en su obra más característica: “A una ramera”, “A Baco”; a ufanarse de la “Crápula”, a elogiar la “Bacanal”, a elevar una apología a las “Horas negras.”

El soneto “Yo”, que abre la antología de Peza, resume el símbolo de su individualismo fundamental: “Me hizo nacer la suerte maldecida,/ de sombra y luz conjunto inexplicable;/ que oculta en mi corteza despreciable/ arde un alma grandiosa y descreída.// Llevo en mi frente, do la audacia anida,/ un mundo de ilusiones impalpable,/ soy, en fin, un misterio impenetrable,/ que me agito en el sueño de la vida.// Por el cielo a sufrir predestinado,/ me llena el mundo de ponzoña y duelo;/ mas yo siempre orgulloso y resignado// contra mi propia pena me rebelo,/ y, a cada golpe, al mundo malhadado/ doy mi desprecio, y mi perdón al cielo.”

Peza reconoce que sus poemas no tenían “otro encanto que el encono de sus propias heridas”, e informa y destaca que Plaza le había revelado que nunca leyó a los grandes maestros. ¿Maldición del subdesarrollo? ¿Jugada del destino del que tanto se mofaba? Así lo hubiese recogido indirectamente, no obstante, el conocimiento de grandes poetas parece visible en su obra, los epígrafes y referencias en varios poemas suyos así lo revelan. Provienen de autores cuyas ediciones se hallarían sin duda en la biblioteca del Seminario en el que se formó: Erasmo, San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, Dante, Shakespeare. Y cita a menudo la Sagrada Escritura y a dioses y héroes de la mitología grecolatina, que no usa como adorno sino para explicarse. 

Escribió poesía de encargo (“Virtud y ciencia”, “16 de septiembre”, “La ciencia”, “A una actriz”, etcétera) y circunstancial (“Duerme niño”, “Al dejar el colegio”, por ejemplo), pero la materia central de su mundo poético fue el clamor de su desencanto, de su desesperación y de su fe perdida: “Tres dioses hay en uno soberano/ del romanismo en los celestes lares;/ dioses hay del salvaje en los aduares,/ y en el Nimbos también, del bonzo ufano.// En el absurdo Olimpo del pagano/ los dioses se registran a millares;/ dioses hay de Vischnú en los altares,/ y de Mahoma en el Edén liviano.// Con tanto Dios y tanto paraíso,/ brota la horrible duda que atormenta/ pero la duda cesa de improviso:// He aquí la solución que se presenta:/ Dios hizo al hombre pero el hombre quiso,/ haciendo dioses, liquidar la cuenta.”

Es posible que su sensibilidad haya sido mayor que sus lecturas. Mas si no fue un poeta culto o refinado, es auténtico su pesimismo, sincera y profunda su azarosa sensibilidad, vehemente su estilo y cabal su conocimiento de las formas poéticas. Bien que el soneto fue uno de sus vehículos preferidos de expresión, practicó los distintos metros clásicos, con pleno dominio de la técnica, sobre la que se permitía libertades.

En el Seminario Conciliar debió aprender latín y depurado la libido. Los hábitos de la época lo exigían. Plaza se anticipa a su tiempo con un tema y un tono que no hollaban los poetas románticos, para quienes la amada era intocable: “¿No recuerdas mujer, cuando extasiada/ al penetrar de amor en el sagrario,/ languideció tu angélica mirada?.../ tú eras una flor, flor perfumada;/ yo derramé la vida en tu nectario.”

Y en el poema “A Matilde”, precede al desgarramiento de López Velarde: “Eres más atractiva que el pecado:/ si el padre Adán te hubiera conocido,/ su Eva y su Edén gozoso hubiera dado/ por el polvo que barre tu vestido.”

Con intención más profunda –natural de su pesimismo–, adelanta lo que más tarde su paisano José Alfredo Jiménez divulgará en un –casi– segundo himno nacional: “No hay otro bien que al de vivir iguale:/ es la existencia una ilusión mentida:/ la vida es nada, porque nada vale,/ y todo acaba al acabar la vida.”

Uno de los grandes precursores modernos del uso de estimulantes fue Thomas de Quincey, algunos de sus mejores ensayos los dedica a describir las delicias del opio. Otros poetas europeos loaron los efectos del láudano, del opio y demás enervantes. El paraíso artificial de Plaza, menos glamoroso, fue el alcohol, al que reiteradamente canta: “Salud ¡oh Baco¡ Tu poder insólito,/ es en la tierra talismán vivífico:/ quien ha probado tu licor magnífico/se vuelve siempre tu constante acólito.”

No era un poeta tocado por el spleen sino por un auténtico dolor, nacido de la desilusión, del desengaño. Fue uno de los escasos mexicanos que se asomó al abismo. Si recuerda a Baudelaire en su temperamento atormentado y a Rimbaud en su elogio del vicio, es a Jules Laforgue a quien se acerca en sus fracasos: “Sólo ambiciono de fastidio yerto,/ cansado ya de perdurable guerra,/ al acostarme en mi cajón de muerto/dormir en paz debajo de la tierra.” 

En el poema “Crápula” expone sin pudor el credo de su vida desengañada: “Dadme vino, barajas, y mujeres,/ porque la vida se me va escapando;/ quiero reír con báquicos placeres,/ porque estoy con el alma sollozando”que concluye exponiendo su visión de la sociedad: “Sociedad exigente y corrompida;/ severa mojigata descreída.../ adúltera que audaz alzas el dedo,/ yo, ni borracho, respetarte puedo.”

Su vida –al parecer– no fue escandalosa, pero sí su poesía, lo que lo convirtió en una suerte de paria. No es improbable que su leyenda altere la lectura sosegada de su obra. El establishment de su época –y de todavía– debió considerar con algo más que pavor y estupefacción a este poeta que elogiaba a Baco, renegaba de Dios, se mofaba de la sociedad y sin rodeos cantaba “A una ramera.” Como todos los incrédulos, cita en apoyo de sus tesis a los padres de la Iglesia. Con San Jerónimo dice: Vitium in corde est idolum in altare: “Es tu amor nada más lo que ambiciono,/ con tu imagen soñando me desvelo,/ de tu voz con el eco me emociono,/ y por darte la dicha que yo anhelo/ si fuera un rey te regalara un trono;/ si fuera Dios te regalara un cielo/ y si Dios de ese Dios tan grande fuera,/ me arrojara a tus plantas, vil ramera.”

Murió resignado y pobre –escribe Peza– el 26 de agosto de 1882, dejando en la orfandad a tres hijos, uno de los cuales, Edmundo, murió en 1898 en Yokohama, Japón, donde se desempeñaba como Cónsul General de México.

Como Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Nietzsche, Artaud, Plaza pertenece –para decirlo en frase de Marco Antonio Campos– a la raza que ha mostrado la cara subterránea de la realidad. Con todo, Plaza fue un poeta que mantuvo intacta la virtud de lo humano. Fue, como señalara Borges de Oscar Wilde, un hombre que guarda, pese a los hábitos del mal y de la desdicha, una invulnerable inocencia.