Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

En el rincón de una cantina

M

e paso ocho horas atendiendo la barra y todo el tiempo oigo lo mismo: ¿Saben cuál fue mi error? Mirar siempre para afuera, embelesarme con lo que hacían otros, aplaudir sus triunfos. Pero ¡ya me harté! De ahora en adelante, aunque me llamen egoísta, voy a ver por mí y por lo mío.

Juan lleva años con la misma cantaleta. En cuanto se toma el primer trago nos suelta el discurso. Nadie cree que pueda salir adelante, tal vez ni él mismo, pero sigue protestando. Es como si estuviera a punto de ahogarse y sacara la cabeza ansioso de aspirar la última bocanada de aire antes de hundirse.

Lo escuchamos porque es inevitable, lo mismo que oír el zumbido de las balastras, el motorcito del refrigerador o los cacerolazos de Beny en la cocina. A estas alturas Juan sólo impresiona con sus arranques a los nuevos parroquianos. Basta con que le hagan una pregunta para que él se ponga a contarles sus experiencias como solista en un coro infantil, estudiante en el Conservatorio, miembro de un trío y compositor. Juan asegura que ha escrito más de cien boleros. Se golpea la frente y dice que los tiene todos bien guardados en la cabeza. El día en que me decida a escribirlos ¡olvídese de Lara, de Curiel, de Manzanero y de todos esos...!

Ya para ese momento el nuevo parroquiano llega a la conclusión de que Juan es sólo un borrachito iluso, pierde interés por seguir escuchándolo y se aleja con el pretexto de poner una canción en la rocola. El repetorio de siempre: Cruz de olvido, Mujeres divinas, Nosotros, Cheque en blanco.

II

Desde la cocina Beny me pide que le baje un poquito al volumen. No está de humor para oír sentimentalismos cuando él tiene un problema serio. A su hermana Emma la corrieron del salón de belleza en donde trabajó durante más de veinte años. El motivo: abuso de confianza. Beny se indignó. En su familia ha habido de todo, menos ladrones. No estaba dispuesto a permitir que nadie difamara a Emma. De él podían decir lo que quisieran pero de su hermana ¡jamás!

Una tarde Beny pidió permiso para faltar al trabajo. Quería entrevistarse con la dueña del salón de belleza para exigirle que se retractara de sus acusaciones. Le salió el tiro por la culata: las compañeras de Emma aseguraron que la habían visto sacar productos de belleza del almacén para venderlos por fuera y quedarse con el dinero.

Beny las amenazó con levantarles un acta por difamación. Se lo dijo a Emma para demostrarle que en él tenía un apoyo incondicional. Su hermana le aconsejó que lo olvidara. Con su experiencia, en una semana podía encontrar un nuevo trabajo. A Beny le pareció muy sospechosa esa reacción y le pidió a Emma que le dijera la verdad.

Pues sí, había tomado los productos de belleza para venderlos por su cuenta. Culpó de su falta a la tacaña de su patrona. Durante meses estuvo pidiéndole aumento de sueldo y ella se lo negó. Emma le dijo que en ese caso buscaría empleo en otro salón de belleza.

Su patrona no se anduvo con cuentos y le hizo ver que no es precisamente una beldad y que a sus años estaba difícil que la contrataran. Allí comenzó el desastre.

El pobre Beny por poco se muere al enterarse de que su hermana necesitaba el dinero para hacerse una cirugía de la nariz y del busto. De otra forma no iban a darle empleo en ninguna parte y mucho menos a encontrar un hombre, ya no digamos un marido.

Desde luego Beny repudia el mal comportamiento de su hermana, pero por otro lado le concede cierta parte de razón. Está pensando en conseguirse otro trabajo para los fines de semana, que es cuando nos baja la clientela. Aquí viene un señor que es gerente de un table-dance. Beny quiere pedirle que lo tome como cantinero o lo que sea. Con lo que gane irá juntando para las cirugías de su hermana.

III

En esta cantina todo está ya muy desgastado: desde los muebles hasta las pláticas. Siempre tratan de lo mismo: problemas familiares, falta de dinero, desempleo, violencia, enfermedades. Por eso me alegro tanto de que a Tobías se le haya ocurrido venir.

En la cantina está prohibida la entrada a personas que sólo necesiten el sanitario, a pordioseros, vendedores y músicos. Cuando apareció Tobías con su acordeón le pedí que se retirara. Me pareció que no me entendía y señalé el letrero en donde están escritas las restricciones.

Las leyó en voz baja con el sonsonetito de quien recita las tablas de multiplicar y me miró: “Ya no dice que se prohíbe la entrada a uniformados, mujeres y niños. Por eso verá usted que yo siempre me quedaba allá afuerita, esperando a que mi padre saliera. Recuerdo muy bien cuando me decía: ‘Guárdame mi acordeón mientras voy a echarme una agüita. Si salgo y te lo pido, no me lo des’. Y yo ¡qué iba a dárselo! Capaz que mi padre lo cambiara por un trago y entonces sí ¿de qué íbamos a vivir?”

Tobías viene de vez en cuando. Dice que a esta cantina le tiene mucho cariño no sólo porque la frecuentaba su padre, sino porque fue como su escuela: en el quicio, para no aburrirse mientras esperaba a que su papá saliera, aprendió a tocar el acordeón. Está orgulloso de haberlo conseguido imitando la forma en que el mero-mero, así llama a su papá, ponía los dedos en las teclas y estiraba la tripa. Decírmelo siempre le provoca risa y veo en su boca tambalearse los únicos dos dientes que le quedan.

Cuando llega, va y se sienta en la mesa del fondo. Se pasa un buen rato con una cervecita y la botana. Luego, como no queriendo la cosa, se pone a jugar con su acordeón y acaba interpretando canciones que nunca hemos oído. No sabe si las compuso él o si están dentro del acordeón y salen cuando lo toca.

Tobías habla mucho de su padre, de su mamá jamás y de él mismo muy poco. Una tarde en que le pregunté si tenía familia me respondió: Alguna. Quise saber en dónde estaba su casa y me contestó: Por ahí. A buen entendedor pocas palabras. Dejo que hable cuando quiere y si no, me conformo con oírlo tocar. Me distrae y logra que se me olviden mis problemas.

IV

En estos momentos lo que más me preocupa en la vida son mis hijos. Me duele mucho verlos ir de un lado a otro buscando trabajo. Los dos están titulados. Paulina salió de Comunicación con promedio de nueve. A Juan Carlos le dieron un diploma por su diseño de casas ecológicas. ¿De qué les sirvió si nadie los ocupa? Los rechazan porque en las empresas no hay vacantes o porque a ellos les falta experiencia.

Cuando mis hijos eran chicos pensaba que con darles una carrera sería suficiente para garantizarles un futuro. A mi mujer le consta cómo luché a fin de que no abandonaran los estudios y cuántas veces me les puse de ejemplo. Por falta de un título he tenido que hacerla de todo –albañil, chofer, comerciante, fondero, demostrador– menos de lo que yo hubiera querido: médico.

No pude realizar mis sueños porque mis padres no tuvieron medios para sostenerme en la escuela más allá de la secundaria y me buscaron trabajo en una fonda. Decidí que si tenía hijos su vida iba a ser distinta. En cierta forma lo conseguí.

No soy rico pero gracias a Dios nunca me ha faltado el trabajo. Con muchos sacrificios, Teresa y yo logramos que Paulina y Juan Carlos llegaran a la Universidad. El día en que los vimos inscritos lo celebramos con una fiesta. A mi mujer se le subieron las copas y se puso a llorar. Temía que nuestros hijos, cuando llegaran a la cumbre, se sintieran avergonzados de sus padres: una planchadora y un cantinero. Ahora, cuando lo recuerdan, Paulina y Juan Carlos le hacen burla: “Mamá: no te sientas avergonzada por tener hijos nini”. Esa palabra me choca, me parece ofensiva.

Con lo que ganamos mi mujer y yo podemos sostener a nuestros hijos. Jamás se lo hemos echado en cara pero ellos se ven muy incómodos. Quieren independizarse, ganar su dinero, hacer su vida aparte. Los comprendo, pero eso no cambia nada. De seguir la situación como está, sé que tarde o temprano –y eso si tienen suerte– acabarán haciendo trabajos que nada tengan que ver con su vocación y sus estudios.

Cuando lo hagan sentiré que están quemando los libros en donde aprendieron tantas cosas, entre otras que el conocimiento hace libres y felices a todas las personas. ¿Por qué ya no es así?