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¿La Fiesta en Paz?

Aniversario de un emperador

H

ay individuos que, a los 81 años de edad, no sólo confiesan que han vivido sino que continúan viviendo con un optimismo de adolescentes y una pasión de enamorados. La clave no es hacer lo que a uno se le pegue la gana, sino que ello permita seguir haciéndolo a diario y con alegría, parecen decir estos brujos mayores del arte de vivir y de contagiar vida.

En días pasados se rindió un singular homenaje al matador español y mexicano Miguel Ortas –cuya nacionalidad le fue otorgada por el presidente Adolfo López Mateos, aficionado en el tendido y no de clóset– con motivo del 57 aniversario de su alternativa, recibida en la plaza de Linares el 28 de agosto de 1953, de manos de Domingo Ortega y como testigo César Girón, con toros de Fermín Bohórquez, luego de tres años de sonoros éxitos como novillero en Madrid, Sevilla y otros importantes cosos de la península.

Su confirmación en la Plaza México tuvo lugar el 9 de abril de 1961, de manos del valeroso Joselillo de Colombia y atestiguando el intenso tlaxcalteca Fernando de los Reyes El Callao, con un encierro de Mimiahuápam, no sin antes haberle cortado tres orejas a toros de La Punta, la tarde de su debut en la plaza de Tijuana. Inmune a las zancadillas y politiquería de allá y de aquí, Ortas se retiró de los ruedos en 1967, en Querétaro, alternando con Jaime Rangel y Mariano Ramos, cuando ya era mexicano por convicción y de corazón.

No fue éste un reconocimiento más a su trayectoria e imaginación taurinas, sino feliz oportunidad de volver a ver a Miguel Ortas desplegar su sólida tauromaquia, ahora ante una alegre y clara becerra. Vestida la esbelta anatomía con una chaquetilla azul celeste y negra, camisa marinera con botonadura azulada, pantalón, botines y sombrero negro calañés –de ala menos ancha que el cordobés– y zajonas de cuero, el creador de suertes como la bernadina –variante de la manoletina pero con la muleta al revés– y la trebolera –vistosa y difícil combinación del derechazo ligado con el reverso de la muleta, afarolado y pase de pecho– toreó por suaves verónicas y luego plasmó limpias y sentidas tandas, sobre todo por el izquierdo, con un temple acrisolado y gozoso.

Precisa colocación y exacta presentación de la muleta –lo bien aprendido es lo bien aplicado– sirvieron al maestro para volver a sentir y decir, con elocuencia, su imaginativo toreo. Y de pronto ¡la ortina!, luminosa y dramática variante de la arrucina –muleta en la diestra por detrás de la cadera–, sólo que a diferencia de aquélla el cite es de frente, por lo que ya nadie la ejecuta.

Del pasto verde de una de las dos plazas de su cortijo, Ortas, con su sentimiento, recursos y facultades, hizo brotar la magia negra de la lidia, que dijera el poeta, mientras los asistentes, incrédulos y trastornados, aplaudían y arrojaban prendas al ruedo, conmovidos con la afición intemporal de este emperador de su existencia. Dignísima réplica, con una becerra menos buena, fue la de su hijo Miguel, matador de toros, en sobrias tandas, y la de Alejandro Soriano, andándole muy bien e improvisando en la cara. La magia se contagia.

Luego de presentar en la pantalla fotos y extractos de las críticas que merecieron los asombrosos triunfos de Ortas en España y el unánime reconocimiento a su sello y valor, el cronista Mauricio Locken expresó: Al maestro lo considero mi padre taurino. Hoy bastaron unas cuantas gotas de su arte para confirmar que sigue siendo un gran torero antes que un torero grande de edad. Y siguió la fiesta.

Tras una rica comida mexicana, los comensales disfrutaron de la belleza, sentimiento y gracia de tres bailaoras acompañadas por una guitarra: Lulú y Norma, hijas del maestro, y Gina, esposa de Miguel hijo… hasta que subió al tablado su incansable padre y suegro para bailar con ellas por sevillanas, enseguida soltar su sonora y entonada voz al interpretar sabrosas rumbas y, ya en corto, con espléndido falsete, El jinete”, de san José Alfredo. ¡Enhorabuena y mucha salud, increíble maestro Miguel Ortas!