Opinión
Ver día anteriorDomingo 3 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El reformismo ilustrado y los piromaniacos
E

l presidente López Portillo presumió alguna vez de que la crisis de conciencia que embargara a los grupos gobernantes después del 2 de octubre de 1968, lo llevó a él y sus colaboradores más cercanos a tomar conciencia de la crisis y empujar desde la cúspide del poder presidencial una reforma política gradual pero de enorme envergadura histórica. Más allá de la reforma administrativa en la que como funcionario había depositado sus grandes esperanzas de progreso estatal, lo que buscaba como presidente era la progresiva actualización del sistema político a los tiempos de la diversidad democrática cuyo reclamo resumía entonces la trágica experiencia del fin del movimiento estudiantil y popular que conmoviera a México a finales de la década de los sesenta. Dicha actualización, además, contaría con las fortalecidas bases materiales y financieras que la nueva grandeza mexicana sustentada en la riqueza petrolera ofrecía, y que en esos días parecían interminables.

La reforma echó a andar y las perspectivas que abría parecían magras en lo inmediato pero en realidad, como dijera Arnaldo Córdova, iba a significar toda una revolución política. Al final de esa cuenta que iniciara en 1977 bajo la batuta de don Jesús Reyes Heroles, el país habrá vivido con el inicio del nuevo milenio una efectiva transformación de los usos de la política: el PRI perdió en 1997 la mayoría constitucional en la Cámara de Diputados y el gobierno de la capital de la República; luego, la Presidencia de la República y el Estado se embarcó en la experiencia inédita de los gobiernos divididos, carentes de mayorías claras en el Congreso y, por tanto, obligados a descubrir la práctica de la negociación y a cursar las asignaturas pendientes de la concertación y la innovación política y del gobierno.

En medio de una crisis económica de proporciones y duración inéditas, el nuevo sistema emergido de estos acontecimientos no ha podido generar formas de conducción y gestión eficaces, que le den capacidades ciertas de autosustento. La revisión última de sus diversas y barrocas normatividades siempre está en el primer lugar del orden del día, y el resultado ha sido, como no podía ser de otro modo, un galimatías institucional y una torre de babel de la reformitis que ahora se busca usar como caballo de Troya de un autoritarismo disfrazado de mágica solución para el logro de una nueva gobernanza.

La verdad desnuda es que tal y como lo dejaron quienes lo diseñaron al final del siglo y quienes lo usufructuaron hasta hoy, el sistema político no funciona como matriz de un orden efectivamente democrático y capaz de encarar las tormentas de una globalización cuyo despliegue podría pasar por momentos regresivos simplemente aterradores: caos monetario; reversión comercial nacionalista; largos lapsos de estancamiento económico sin fecha de término; desastres naturales en serie, etcétera.

La plasticidad del Estado posrevolucionario fue un activo del que siempre presumieron las sucesivas generaciones que lo gobernaron como herencia supuestamente legítima de la Revolución. Pocos se preocuparon por poner al día esa legitimidad y fueron muchos los que, confiados en esa flexibilidad imaginada como infinita, abusaron de ella hasta llevar al Estado mismo a un desgaste definitivo de sus resortes originales y su propia capacidad de autorreproducción. Afectado por una crisis terminal de sus finanzas, despojado de sus palancas seculares de movilización y relación con las masas, siempre en código vertical pero esperanzador, el Estado y sus dirigencias aparecen hoy envueltos en un frenesí autodestructivo cuyo ímpetu dizque reformador de la política no engaña a nadie y más bien desespera a cada vez más ciudadanos y agrupaciones sociales con los intereses más diversos y encontrados.

La violencia criminal que se ha adueñado de mentes y haciendas a todo lo largo del territorio no hace sino confirmar cotidianamente este agotamiento que es, sobre todo, un vaciamiento intelectual, ideológico y político del Estado y del sistema en cuya renovación quisieron encontrar López Portillo y Reyes Heroles la fuente de la renovación del Estado y de la economía política nacional. El emperador no está desnudo: se fue pa’l Norte.

La caída ha arrastrado a todos los actores, pero desde la izquierda algunos buscan trazar rutas de recuperación y ascenso desde la sima con un discurso de inclusión pero también de reivindicación social. Los lineamientos de López Obrador para un nuevo proyecto de nación, y ahora los empeños de Marcelo Ebrard y su fundación recientemente inaugurada, deberían ser motivos de aplauso y aliento para una sociedad sumida en la confusión y ahogada por la violencia criminal, pero no ha sido así para los poderes de hecho y, para sorpresa de muchos, tampoco para los organismos emblemáticos de aquel esfuerzo reformador de la política y el Estado: los partidos, el IFE y el tribunal.

Enarbolando una normalidad en la que ninguno de ellos cree; argumentando el cuidado de una equidad que ellos mismos traicionaron apenas hace cuatro años, el PAN y el tribunal quieren bloquear la libre y legítima expresión de ambiciones políticas concretas y de poder expresadas por López Obrador, y vaya usted a saber lo que se les ocurra hacer con Ebrard una vez que éste arranque sus trabajos en pos de una candidatura presidencial a lo que no sólo tiene derecho sino que lo hace merecedor del reconocimiento público por decirlo abiertamente.

Por lo pronto, lo que queda claro es que para los dueños de la verdad política enfeudados en los órganos electorales no hay cosa mejor que la confusión mental y el caos jurisdiccional, donde creen que puede sustentarse eternamente su posición burocrática y de poder.

Mal inicio de lo que por otro lado es y será inevitable: una campaña tumultuosa para la renovación del mando del Estado cuya calidad, contenido y proyectos es vital para nuestra sobrevivencia como comunidad nacional organizada y, tal vez, también moderna y productiva. Ojalá que partidos, gobierno y organismos electorales recuerden pronto o reaprendan que su función es modular, encauzar y administrar el inevadible conflicto político-social que es propio de las sociedades diversas y, como es nuestro caso, polarizadas por desiguales e injustas. No es su papel el de piromaniacos, tristes Nerones sin música qué tocar.