Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de julio de 2010 Num: 803

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Del Café Tortoni
al Café de Flore

ALEJANDRO MICHELENA

Otra hoja en blanco incompleta
JUAN BAJAMAR

Saint-Pol-Roux,
el mago de Bretaña

RODOLFO ALONSO

Saki y la carga de la infancia
GRAHAM GREENE

Saki
Los entrometidos

La potencia de lo real
RICARDO VENEGAS

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Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Ilustración de Víctor Garrido

Saki

Los entrometidos

I

En un bosque de disparejo crecimiento, en alguna parte de las mesetas orientales de los Cárpatos, una noche invernal un hombre se encontraba observando y escuchando, como si esperara que una bestia de los bosques se pusiera al alcance de su vista y, después, de su rifle. Pero el animal por cuya presencia sostenía tan ávida observación no era ninguno de los que figuraban como legal y adecuado para la caza en el calendario del deportista; Ulrich von Graditz patrullaba el oscuro bosque en busca de un enemigo humano.

Las tierras boscosas de Gradwitz eran ampliamente extensas y bien provistas de caza; la angosta franja de tierra empinada que bordeaba sus orillas no era notable por las piezas que la habitaban o los disparos que permitía, pero era la más celosamente custodiada de todas las propiedades territoriales que poseía. Una famosa sentencia judicial, en los días de su abuelo, la había recuperado de la posesión ilegal de una familia vecina de pequeños propietarios; la parte desposeída nunca había aceptado el juicio de las Cortes, y una larga serie de pleitos por caza furtiva y escándalos similares habían amargado las relaciones entre las familias por tres generaciones. El pleito de vecinos se había hecho personal desde que Ulrich se convirtiera en cabeza de su familia; si había un hombre en el mundo al que detestara y deseara lo peor, ese era Georg Znaeym, el heredero de la disputa, incansable ladrón de caza e invasor del disputado bosque fronterizo. El pleito podía, tal vez, haberse diluido o muerto si la inquina personal de los dos hombres no se hubiera interpuesto en el camino; como muchachos habían ansiado la sangre del otro, como hombres cada uno rezaba porque el infortunio cayera sobre el otro, y esa noche invernal azotada por el viento, Ulrich había agrupado a sus guardabosques para vigilar la oscura floresta, no en busca de presas cuadrúpedas, sino para estar pendiente de los ladrones vagabundos que sospechaba cruzaban los límites de su tierra. Los cervatillos, que habitualmente se cobijaban en las cavidades cubiertas durante el vendaval, corrían como objetos animados esa noche, y había un movimiento y una inquietud entre las criaturas que se hallaban sin deseos de dormir en las horas oscuras. De seguro había un elemento perturbador en la floresta, y Ulrich podía adivinar de dónde venía eso.

II

Se apartó de los vigilantes que había apostado en la cima de la colina y vagó más allá de las laderas inclinadas entre la salvaje maraña de arbustos, observando detenidamente a través de los troncos de los árboles y escuchando entre los silbidos y aullidos del viento y el incesante golpeteo de las ramas para ver y escuchar a los saqueadores. Si sólo en esta noche salvaje, en este oscuro, solitario lugar, pudiera él cruzarse con Georg Znaeym, hombre a hombre, sin ningún testigo; era ese el deseo que se alzaba por encima de sus pensamientos. Y al rodear el tronco de una enorme haya se encontró cara a cara con el hombre que buscaba.

Los dos enemigos estuvieron mirándose uno a otro durante un largo y silencioso momento. Cada uno llevaba un rifle en la mano, cada uno tenía odio en su corazón y un deseo homicida en su mente. Había llegado el momento de dar rienda suelta a las pasiones de una vida. Pero un hombre que ha sido educado en el código de una civilización restrictiva no puede resolverse fácilmente a disparar a su vecino a sangre fría sin decir una palabra, excepto por una ofensa contra su corazón y honor. Y antes de que el momento de duda cediera paso a la acción, un hecho propio de la violencia de la naturaleza los abrumó a los dos. Al fiero alarido de la tormenta le respondió un leñazo desgajado sobre sus cabezas, y pronto tuvieron que brincar a un lado de la masa de un gran tronco de haya que cayó sobre ellos con gran estruendo. Ulrich von Gradwitz se encontró tendido en el suelo, un brazo entumecido debajo de él y el otro, casi tan inútil, sujeto en una apretada maraña de ramas bifurcadas, mientras que ambas piernas estaban inmovilizadas bajo la masa desplomada. Sus pesadas botas de cacería habían evitado que sus pies fueran aplastados en pedazos, pero sus fracturas no fueron tan serias como podían haber sido, al menos era evidente que no podía moverse de sus posición presente hasta que alguien viniera a liberarlo. Una ramita caída había rasgado la piel de su cara, y tenía que parpadear unas gotas de sangre con sus pestañas antes de poder tener una visión general del desastre. A su lado, tan cerca que bajo circunstancias ordinarias casi podía haberlo tocado, yacía Georg Znaeym, vivo y batallando, pero obviamente tan atrapado como él. A su alrededor había un espeso tiradero de ramas y ramitas astilladas y rotas.

III

El alivio de encontrarse con vida y la exasperación por su situación cautiva trajeron a los labios de Ulrich una extraña mezcla de piadosos ofrecimientos de gracias y agudas maldiciones. Georg, quien primero fue cegado por la sangre que corría sobre sus ojos, detuvo su lucha por un momento para escuchar y luego emitió el gruñido de una corta carcajada.

–Así que no estás muerto, como deberías estarlo, pero de cualquier modo estás atrapado –gritó–; bien atrapado. Ja, qué buena broma, Ulrich von Gradwitz atrapado en su floresta robada. ¡Eso es verdadera justicia para ti!

Y rió de nuevo, burlándose groseramente.

–Estoy atrapado en mi propia floresta –replicó Ulrich–. Cuando mis hombres vengan a liberarnos tu querrás, tal vez, estar en mejor situación que atrapado como cazador furtivo en la tierra del vecino, qué vergüenza.

Georg permaneció en silencio por un momento; luego respondió tranquilamente:

–¡Estás seguro de que tus hombres encontrarán algo que liberar? Yo también tengo hombres en la floresta esta noche, cerca de mí, y ellos estarán aquí primero para hacer la liberación. Cuando me saquen de abajo de estas malditas ramas no se necesitará mucha torpeza de su parte para rodar esta masa de tronco justo encima de ti. Tus hombres te hallarán muerto bajo al tronco de esta haya caída. Por cuidar las formas enviaré mis condolencias a tu familia.

–Es un consejo muy útil –dijo Ulrich fieramente–. Mis hombres tienen órdenes de seguirme en diez minutos, siete de los cuales ya han pasado, y cuando me saquen recordaré el consejo. Pero como tú encontrarás tu muerte como cazador furtivo en mis tierras no creo que fuera decente enviar ningún mensaje de condolencias a tu familia.

–Bien –gruño Georg–, bien. Peleamos esta contienda hasta la muerte, tú y yo y nuestros guarda-bosques, sin malditos entrometidos que se pongan en medio. Muerte y maldición para ti, Ulrich von Gradwitz.

–Lo mismo para ti, Georg Znaeym, ratero del bosque, ladrón de caza.

Los dos hombres hablaron con la amargura de la posible derrota que enfrentaban, porque cada uno sabía que podía pasar mucho tiempo antes de que sus hombres lo buscaran o lo encontraran; era un simple asunto de suerte cuál grupo llegaría primero a la escena.

Ahora ambos habían abandonado la inútil lucha para liberarse de la masa de madera que los sujetaba; Ulrich limitó sus esfuerzos a un intento por llevar su brazo parcialmente libre al bolsillo exterior de su abrigo para extraer su frasco de vino. Incluso cuando hubo realizado esa operación faltaba mucho para que pudiera desenroscar el tapón o bajar algo del líquido por su garganta. ¡Pero parecía un trago enviado por el cielo! Era un invierno despejado, y aún había caído poca nieve, de ahí que los cautivos sufrieran menos frío de lo que hubiera sido el caso en esa temporada del año; sin embargo, el vino calentaba y revivía al herido, y miró hacia donde yacía su enemigo con algo como un tono de lástima, sólo cuidando que los gemidos de dolor y desánimo no salieran de sus labios.

IV

–¿Podrías alcanzar este frasco si lo lanzara hacia ti?–preguntó Ulrich de repente;– hay un buen vino ahí, y uno debe estar tan confortable como sea posible. Bebamos, incluso si esta noche muere uno de nosotros.

–No, apenas puedo ver nada; hay demasiada sangre seca sobre mis ojos –dijo Georg–, y en cualquier caso yo no bebo vino con un enemigo.

Ulrich guardó silencio unos cuantos minutos y se quedó escuchando el cansino alarido del viento. Una idea se formaba y crecía suavemente en su cerebro, una idea que cobraba fuerza cada vez que miraba hacia el hombre que luchaba tan denodadamente contra el dolor y el agotamiento. En el dolor y la languidez que sentía el propio Ulrich el viejo odio feroz parecía desfallecer.

–Vecino –dijo entonces–, haz como quieras si tus hombres llegan primero. Era un acuerdo justo. Pero en cuanto a mí, cambié de opinión. Si mis hombres llegan primero tú serás el primero que reciba ayuda, como si fueras mi huésped. Hemos peleado como diablos todas nuestras vidas por esta estúpida franja de bosque, donde los árboles ni siquiera pueden mantenerse derechos ante un soplo del viento. Estando aquí esta noche pensando he llegado a creer que hemos sido más bien tontos; hay mejores cosas en la vida que ganar la mejor parte en una disputa de límites. Vecino, si tú me ayudaras a enterrar el viejo pleito, yo, yo te pediría que fueras mi amigo.

Georg Znaeym guardó silencio tanto tiempo que Ulrich pensó que tal vez se había desmayado por el dolor de sus heridas. Entonces habló despacio y a tirones.

–Cómo miraría boquiabierta toda la región y chismearía si entráramos juntos en la plaza del mercado. Ningún ser vivo recuerda haber visto a un Znaeym y a un Von Gradwitz conversando amistosamente. Y qué paz habría entre los guardabosques si termináramos nuestro pleito esta noche. Y si escogemos hacer la paz, entre nuestra gente no hay nadie que interfiera, ningún entrometido de fuera… Tú vendrías a pasar la noche de Silvestre bajo mi techo, y yo vendría a tu castillo a festejar algún día importante… Yo nunca dispararía en tus terrenos, excepto cuando tú me invitases como huésped; y tú vendrías a disparar conmigo en los pantanos cuando llegaran las aves de caza. En toda la región no hay nadie que pudiera interferir si nosotros deseáramos hacer la paz. Nunca pensé haber querido hacer otra cosa que odiarte toda mi vida, pero creo que he cambiado mi manera de pensar sobre las cosas también esta última media hora. Y me ofreciste tu frasco de vino... Ulrich von Gradwitz, yo seré tu amigo.

V

Por un rato ambos hombres permanecieron en silencio, dando vueltas en sus mentes a los maravillosos cambios que traería esta reconciliación dramática. En la fría, lóbrega floresta, con el viento en ráfagas intermitentes rasgando a través de las ramas desnudas y silbando alrededor de los troncos de los árboles, ellos se encontraban tendidos en el suelo y esperaban la ayuda que traería liberación y auxilio para ambas partes. Y cada uno rezó una oración privada por que sus hombres fueran los primeros en llegar y así ser el primero en mostrar atención honorable al enemigo que se había vuelto amigo.

Poco después, cuando el viento se calmó por un momento, Ulrich rompió el silencio.

–Gritemos por ayuda –dijo–. En esta calma nuestras voces pueden llegar un poco más allá.

–No llegarán lejos a través de los árboles y los arbustos –dijo Georg–, pero podemos tratar. Juntos, ahora.

Los dos elevaron sus voces en un prolongado grito de caza.

–Juntos otra vez –dijo Ulrich unos minutos después, luego de escuchar en vano la respuesta de un hola.

–No escucho nada sino el viento pestilente –dijo Georg roncamente.

Hubo un silencio otra vez por unos minutos, y entonces Ulrich dio un grito de alegría

–Puedo ver figuras que vienen a través del bosque. Siguen el camino por el que vine yo al lado de la colina.

Ambos hombres elevaron sus voces con un grito tan alto como pudieron.

–¡Nos escuchan! Se detuvieron. Ahora nos ven. Bajan la colina corriendo hacia nosotros –gritó Ulrich.

–¿Cuántos son? –preguntó Georg.

–No puedo ver con precisión –dijo Ulrich–; nueve o diez.

–Entonces son los tuyos –dijo Georg–; yo solo tengo siete.

Avanzan tan rápido como pueden, valientes muchachos –dijo Ulrich regocijado.

–¿Son tus hombres? –preguntó Georg–. ¿Son tus hombres? –repitió impacientemente mientras Ulrich no contestaba.

–No –dijo Ulrich con una carcajada, con el risueño farfulleo idiota de un hombre agotado por un miedo espantoso.

–¿Quiénes son? –preguntó George rápidamente–, forzando la vista para ver lo que al otro le habría gustado no ver.

–Lobos.

Traducción de Rubén Moheno