Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 25 de julio de 2010 Num: 803

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Del Café Tortoni
al Café de Flore

ALEJANDRO MICHELENA

Otra hoja en blanco incompleta
JUAN BAJAMAR

Saint-Pol-Roux,
el mago de Bretaña

RODOLFO ALONSO

Saki y la carga de la infancia
GRAHAM GREENE

Saki
Los entrometidos

La potencia de lo real
RICARDO VENEGAS

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Saki y la carga de la infancia

Graham Greene

Existen ciertos autores, tan diferentes entre sí como Dickens y Kipling, que nunca se sacuden la carga de su infancia. El abandono en la fábrica cochambrosa, en el caso de Dickens, y en el de Kipling la cruel tía Rosa que vivía en el arenoso camino suburbano, nunca se olvidaron. Todas las experiencias posteriores parecen haber estado relacionadas con esos meses o años de infelicidad. La vida, que muestra su lado cruel a la mayoría de nosotros cuando ya aprendimos las artes de la autodefensa, tomó a esos dos escritores por sorpresa en la indefensión de la primera infancia. Cuán diferente reaccionaron. Dickens aprendió la simpatía, Kipling la crueldad; Dickens desarrolló un estilo tan fácil y natural que parece capaz de incluir a toda la raza humana en su comprensión: Kipling diseñó una máquina, los engranes perfectamente construidos, para la exclusión. Algunas veces los personajes parecen traquetear en la banda sin fin como cajas de fósforos.

Hay grandes similitudes entre la primera infancia de Kipling y la de Saki, y la reacción de Saki a la miseria estuvo más cerca a la de Kipling que a la de Dickens. Kipling nació en India. H. H. Munro* (me gustaría omitir esa máscara un tanto insignificante que es su nombre de pluma, Saki) en Birmania. La vida familiar para tales niños está siempre rota; las miserias registradas por Kipling y Munro deben ser las que experimentan muchos niños mudos y sin gloria nacidos del funcionario o del oficial colonial en el este: la llegada del taxi a la casa del pariente desconocido, desempacar cajas, el improvisado cuarto para dormir, la terrible partida de los padres, cuatro años de una ausencia de afecto que en la infancia puede ser tanto como una generación (a los cuatro se es un pequeño niño, a los ocho un muchacho). Kipling describió el horror de ese tiempo en Bee Bee Oveja Negra; una historia casi imposible de leer pese a su sentimentalismo. Los rezos de la tía Rosa, los golpes, la tarjeta con la palabra mentiroso prendida en la espalda, la progresión de una ceguera desatendida, hasta que al fin vino el momento de rebelión.

“Si me obligas a hacer eso –dijo Oveja Negra, muy serenamente– quemaré esta casa por completo y quizá te mataré. No sé si podré matarte –eres tan huesuda–, pero trataré.”

No hubo castigo después de esa blasfemia, a pesar de que Oveja Negra estaba pronto a lanzarse contra la garganta marchita de tía Rosa y apretarla hasta que lo rechazaran por la fuerza.

En la última oración podemos percibir algo muy parecido a los tonos de voz de Munro cuando los escuchamos en uno de sus mejores cuentos, “Sredni Vashtar”. Ni su tía Augusta ni su tía Charlotte, con quienes quedó cerca de Barnstaple después de la muerte de su madre, mientras su padre trabajaba en Birmania, tenían la perversa crueldad de tía Rosa, pero Augusta (“una mujer –escribió la hermana de Munro– con una disposición primitiva, imperiosa, de carácter incontrolable, de impetuosos gustos y disgustos, moralmente cobarde y carente de un cerebro del que valiera la pena hablar”) era muy capaz de hacer miserable la vida de un niño. A Munro no lo abatieron. Augusta prefirió a su hermano menor para ese ejercicio, pero podemos medir el odio que sintió por ella en su cuento del pequeño Conradin, quien en forma tan exitosa rezó por la venganza a su hurón domesticado. “¡Quién se lo va a decir al pobre niño? ¡Yo no podría, por mi vida! –exclamó una voz chillona, y mientras debatían el asunto entre ellos, Conradin se preparó otro pan tostado.” La infelicidad ayuda maravillosamente a la memoria, y los mejores cuentos de Munro son todos de la infancia, su humor y su anarquía, así como su crueldad y su desdicha.

Porque Munro reaccionó a esos años muy diferente a Kipling. Él también desarrolló un estilo como máquina de autodefensa. ¡Pero qué centellas brotaron de esa máquina! No se protegió, como Kipling, con la hombría, la sabiduría, las aventuras imaginarias de soldados y constructores del imperio (aunque se puede leer una cierta nostalgia por esa vida en El Insoportable Bassington): se protegió con epigramas tan apiñados como pasas en un pastel de frutas de antaño. Cuando era un joven tratando de hacer carrera con la ayuda de su padre en la policía en Birmania, escribió a su hermana en 1893, quejándose porque ella no había hecho ningún esfuerzo para ver Una Mujer sin importancia. Reginald y Clovis son hijos de Wilde: los epigramas, los absurdos vuelan incansablemente de un lado a otro, deslumbran y deleitan, pero detrás de ellos percibimos una conciencia más áspera, menos amable que la de Wilde. Clovis y Reginald no son criaturas de cuentos de hadas, están más cerca del mundo visible que Ernest Moncrieff. En tanto que Ernest flota ligero como un cupido de Rubens entre nubes demasiado azuladas, Clovis y Reginald pertenecen a Hyde Park, a los almuerzos de Kensignton, y a las noches de Covent Garden; a veces, incluso, están fechados, como las sufragistas. En realidad no pueden disfrazar, a pesar del fulgor y la chispa, los años de soledad en Barnstaple; están prontos a lastimar primero antes que puedan lastimarlos, y el ingenio y las bromas devastadoras cortan como la vara de tía Augusta. Cuán a menudo estas historias son historias de bromas prácticas. Las víctimas con nombres extravagantes son lo bastante tontas para no despertar simpatías; son los de edad madura, gente de poder; es justo que sufran una humillación temporal porque el mundo está siempre de su lado en el largo plazo. Munro, como un bandido generoso, sólo roba a los ricos: detrás de todas estas historias se encuentra un afanoso sentido de justicia. En ese punto deben distinguirse de las historias de Kipling en el mismo género; “La aldea que votó que la tierra era plana” y otras donde la broma se lleva demasiado lejos. Con Kipling el motivo parece ser la venganza más que la justicia (la tía Rosa se instaló en la mente de la víctima y la corrompió).

Tal vez he ido demasiado lejos al enfatizar la crueldad en la obra de Munro, pues hay veces que sólo parece recordarnos la radiante luz solar de la escena eduardiana, jóvenes con sombrero de paja, el palco en la ópera, largas tardes de haraganería en Hyde Park, el almuerzo en exteriores con la porcelana más frágil, sándwiches de pepinillos, la irresponsable charla fácil.

No seas pionero nunca. Es al primer cristiano al que le toca el león más gordo.

Ahí tienes a Marion Mulciber, quien habría pensado ser capaz de bajar por la colina en bicicleta; en esa ocasión fue al hospital. Ahora ingresó a un convento. Perdió todo lo que tenía, y entregó el resto al cielo.

Sus hábitos están hechos en París, pero los porta con fuerte acento inglés.

Se requiere mucho valor moral para salir resueltamente a la mitad del segundo acto cuando tu coche no estará listo sino hasta las doce.

Es triste pensar que toda esa radiante luz solar y esa charla no puedan seguir por siempre, pero la peor y más cruel broma práctica quedaba para el final. El ingenioso héroe cínico de Munro, Comus Bassington, murió incongruentemente de fiebre en una aldea de África occidental, y temprano en la mañana del 13 de noviembre de 1916, desde un cráter poco profundo cerca de Beaument Hamel, se oyó a Munro gritar, “Tira ese maldito cigarro.” Esas fueron las impredecibles palabras finales entre Clovis y Reginald.

*  Hector Hugh Munro se alistó como soldado raso al estallar la primera guerra mundial. En forma similar a su personaje Comus Bassington, Munro fue muerto por un francotirador en la guerra de trincheras.

Traducción de Rubén Moheno