Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 13 de junio de 2010 Num: 797

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El verdadero patriota argentino
LAURA GARCÍA

La pasión de Concha Urquiza
JAVIER SICILIA

Breve antología
CONCHA URQUIZA

Cine y zapatismo
JUAN PUGA entrevista con ALBERTO CORTÉS

Las güeras, de José Antonio Martínez
INGRID SUCKAER

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Columnas:
Señales en el camino
MARCO ANTONIO CAMPOS

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


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Verónica Murguía

Del circo romano

Leo, en el formidable libro La sociedad romana, de Ludwig Friedlander, un capítulo dedicado al circo que no hace sino confirmar la pésima impresión que tengo de la raza humana: “Dion Casio cuenta, como testigo presencial, que Cómodo mató por su propia mano, en un solo día, cinco hipopótamos y en varios días dos elefantes, una jirafa y varios rinocerontes.”

Podría apostar que el emperador Cómodo, a pesar de ser un gladiador honorario, no se enfrentó a los animales limpiamente. Siempre anunciaba su presencia con fanfarrias, vestía armaduras de lujo inaudito ¡y hacía que le pagaran un millón de sestercios por cada una de sus intervenciones! Seguro los hipopótamos, elefantes y rinocerontes fueron drogados o disminuidos de formas cobardes antes de ser lanzados a la arena.

Cómodo, como muchos nobles romanos, era cruel y frívolo: no se arriesgaba. Entre los oficios que los esclavos de los romanos debían realizar, estaba el de acosador. Se irritaba a los animales con tridentes, con lumbre, con perros amaestrados, con el fin de cansar a las fieras para que salieran fatigadas a la lucha y el protagonista las matara con facilidad.

Estuvieron los romanos entre los primeros en acabar con especies enteras de animales. Debido a su exageradísima afición por el circo y las matanzas de fieras, vaciaron Tesalia de leones, Egipto de hipopótamos y Libia de elefantes. El imperio abarcaba hasta los confines más lejanos: los árabes atrapaban avestruces, hienas, jirafas y antílopes para sus patrones romanos; los germanos llevaban osos, lobos y jabalís a Roma; los indios acechaban a los elefantes para subirlos a barcos rumbo a Italia. A todos estos animales les esperaba una muerte estúpida, ruidosa, multitudinaria: por ejemplo, en el año 107 el emperador Trajano, para celebrar su victoria sobre los dacios, pobladores de la actual Rumania y masacrados por las minas de oro que abundaban en su territorio, hizo matar a once mil animales.

Escribe Friedlander que el emperador Claudio, quien gracias a Robert Graves alguna vez tuvo mi simpatía, “obligaba a descender a la palestra como gladiadores a los tramoyistas que se equivocaban al hacer alguna maniobra”. De ahí, me imagino, mucha de la prodigiosa destreza de los escenógrafos romanos. En el coliseo se podían representar, y los arqueólogos lo confirman, batallas navales que se convirtieron en las favoritas de patricios y plebeyos. En el año 57 Nerón hizo figurar una escaramuza náutica entre atenienses y persas, y Claudio organizó otra en la que aparecieron la flota siciliana y la de los rodos, con diecinueve mil hombres armados. Este último espectáculo dio inicio cuando un tritón cubierto de plata salió de entre las olas con una trompeta. Dice el cronista que “fue presidida por el propio Claudio, revestido con su fastuosa clámide de general y a su lado Agripina, la emperatriz”,  y que los guerreros,  “a pesar de ser malhechores, pelearon con la bravura de los valientes; después de recibir muchas heridas fueron indultados”. El mar era de mentiras, pero las espadas, lanzas y flechas eran reales.

Nerón también organizó su naumaquia: un banquete en el que los invitados comieron y bebieron en barcos. Discreto entretenimiento para ese hombre que tenía el alma contrahecha por el poder, y que alumbró una fiesta con los cuerpos encendidos de prisioneros cristianos.

Pero ni el animal más exótico o el escenario más fantástico ejercían sobre el pueblo la fascinación de la tortura de sus semejantes. Gladiadores –perseguidos por las mujeres para tener amoríos con ellos–, prisioneros de guerra, hombres arruinados que no podían pagar sus deudas de otra forma, esclavos desobedientes, malhechores y cristianos: he aquí la nómina de los infortunados señalados para entretener a la plebe ociosa del imperio.

Siglos más tarde el coliseo fue casi destruido por los propios habitantes de Roma para quemar los ladrillos y sacar cal. Los asientos de mármol fueron saqueados y llevados a Venecia para construir palacios. En 1671 se alquiló para hacer corridas de toros que no se llevaron a cabo.

Ahora los turistas hacemos filas larguísimas para contemplar las imponentes ruinas del circo. Desmemoriados, distraídos, nos cuesta trabajo pensar en los ríos de sangre derramada allí mismo y en los cientos de miles de muertos inocentes. Y tal vez esa falta de memoria, esa distracción, sean tan culpables de la injusticia como la propia crueldad.