Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 30 de mayo de 2010 Num: 795

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

El más corazonado
JORGE VALDÉS DÍAZ-VÉLEZ

¿Qué sería de nosotros sin Miguel?
ÓSCAR DE PABLO

Las voces y el viento
LUIS GARCÍA MONTERO

Perito en lunas
LUIS MARÍA MARINA

Eterna sombra
MIGUEL HERNÁNDEZ

¿Quién lee a Miguel Hernández?
MARTÍN LÓPEZ-VEGA

Dos poemas

Miguel Hernández en sus tres heridas
FRANCISCO JAVIER DÍEZ DE REVENGA

Llegó con tres heridas...
MIGUEL HERNÁNDEZ

Miguel Hernández, Joan Manuel Serrat: Serrat Hernández
JOCHY HERRERA

Columnas:
La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

Las Rayas de la Cebra
VERÓNICA MURGUíA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Corporal
MANUEL STEPHENS

Mentiras Transparentes
FELIPE GARRIDO

Al Vuelo
ROGELIO GUEDEA

El Mono de Alambre
NOÉ MORALES MUÑOZ

Cabezalcubo
JORGE MOCH


Directorio
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Jorge Moch
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De a pie

Prendo la tele. La apago. De la histeria colectiva, del torbellino demencial que va del entretenimiento para tontos a los canales de películas a los noticieros de los que a ratos, francamente, ya no quiero saber nada: la vorágine se mete por los ojos y saca tlacotes, da temblorina, me pone de un humor de los mil diablos. La prendo otra vez. Allí, fugaces por antonomasia y ampulosos por vocación, cruzan a cuadro personeros de la porquería: un Gómez Mont, un Slim que se sienten muy seguros caminando por las calles de México, dicen. O se sentían. Flota todavía, perla de humor aguardentoso, la frase del presidente dicha con todos los redaños que fue capaz de fingir sobre la minúscula minoría de malosos que a balazo puro lo desmienten a diario. Apago otra vez. Dice el médico que debo caminar, así que obedezco y salgo a la calle –yo que detesto hacerlo– para realizar un pequeño ejercicio, otra vez, de contraste entre lo que propone la televisión, los anuncios del gobierno, ésos de la florecita robada al Tíbet, los que cierran cada emisión con la frase “vivir mejor” y allá voy, a buscar a la gente franca y buena, la que ha de pasear feliz en la calle, la que debe sentirse segura porque la cuidan policías y soldados.

Pero encuentro otra cosa. Las banquetas rotas, las calles llenas de baches, olor a coladera. Tipos sospechosos en camionetonas a los que no sostengo la mirada: las ventanillas ahumadas, a todo volumen un narcocorrido; pueden ser puros fantoches, o Halcones del narco, o judiciales cazando expiaciones, mejor mirar para otro lado, hacerse guaje, mirar el río automovilístico interminable sin distingos: la gente que va en coche despreciándonos a los peatones, dejando claro que tener coche en México es mucho más que una simple manera de transportarse: es reivindicar la propia estima, y entre más ostentoso mejor: lo que hay detrás de las ventanillas, además de desprecio es una profunda desconfianza. Será que soy gordo y greñudo y barbón y mal encarado, y al final va a tener razón mi madre con esa frase suya que tan mal me ha sabido siempre: como te ven te tratan. La desconfianza de la gente. El miedo en los ojos del anciano cuando entro al cajero automático contiguo; el recelo de las mujeres cuando se cruzan con uno en la calle (las hay que mejor se bajan de la banqueta o de plano cruzan al lado contrario). ¿Qué historias de machismo, de violencia guardan esas mujeres en su miedo mal disimulado?

En cualquier mercado otianguis atravesado en una avenida colapsada por el tráfico y reverberante de calor porque no hay árboles, veo aguas negras a cielo abierto, frituras que nadan en aceite requemado, fruta y verdura de segunda porque lo mejorcito de lo poco que todavía produce el campo mexicano es de exportación, que eso dicta el Tratado de Libre Comercio, y a cambio acá seguimos pasturando comida chatarra gringa para seguirle ganando al mundo otro récord: yo soy gordo, para donde volteo en la calle, en un parque, en el centro comercial veo gordos, muchos más gordos que yo, y sobre todo veo señoras y niños gordos, futuros diabéticos, un promisorio horizonte para cardiólogos.

Vivir mejor, já. Es fácil desvincularse de la postal que pintan gobierno y televisión, la estampa feliz, y borrar la sonrisa falsa de los actores de la propaganda oficial. Es fácil, muy fácil, trasponer el umbral del júbilo cosmético de la televisión donde se vive en ciudades transitables, de gente más o menos amable, que no hace muecas de miedo, ni es indiferente, ni indolente, ni cabrona y mucho menos sanguinaria. Es fácil trucar el soldado del anuncio, imponente pero profesional por el agresor impune, rabioso, que bulle rencores de clase y ve a la gente común tal que enemigo –no se diga si detecta a un periodista– al que hay que amedrentar, intimidar, liquidar. Es fácil viajar del bullicio económico, de la mejoría y las promesas de un horizonte mejor a los tiraderos de basura, al rincón donde languidece el indigente llenecito de costras, al crucero donde niños descalzos y churretosos de sudor extienden la mano a las ventanillas cerradas de los automovilistas, encerrados en su burbuja de música y aire acondicionado. Es fácil viajar de las bucólicas estampas de niños en la escuela a esas manos renegridas de mugre que piden una moneda, esos niños que no saben leer ni escribir pero sí mendigar y, de ser necesario, robar. Es fácil viajar de las buenas intenciones y el optimismo pendejo de los conductores de la tele a la vida diaria de todos nosotros.

Se hace a pie.