Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de mayo de 2010 Num: 794

Portada

Presentación

Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

Diálogo en un cuadro de Magritte
JULIETA PIÑA ROMERO

Dos poemas
ANTONIS DEKAVALES

Los hispanistas rumanos
LEANDRO ARELLANO

José y Andrea Revueltas: de tal palo tal astilla
SONIA PEÑA

Rosalía de Castro, gallega universal
RODOLFO ALONSO

Poemas
ROSALÍA DE CASTRO

Arizona, la xenofobia y la ley
FEBRONIO ZATARAIN

Ley de odio
NATALIA ZAMORANO

Migrantes desaparecidos
AGUSTÍN ESCOBAR LEDESMA

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Columnas:
Jornada de Poesía
JUAN DOMINGO ARGÜELLES

Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

Bemol Sostenido
ALONSO ARREOLA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

A Lápiz
ENRIQUE LÓPEZ AGUILAR

Artes Visuales
GERMAINE GÓMEZ HARO

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JORGE MOCH


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Estatua de Rosalía de Castro en Galicia.
Foto: Ramón Iribarnegaray

Rosalía de Castro, gallega universal

Rodolfo Alonso

Muy pocas personalidades, artísticas o no, alcanzan el indudable privilegio de investir, bajo su propia e indeleble identidad, un múltiple abanico de significados. Tal vez sea de eso que hablamos cuando nos referimos a algún creador como clásico. Esa riqueza permanente de sentidos, esa fuente inagotable de experiencias, esa capacidad de seguirnos fecundando, dándonos vida, siendo vida en nosotros, es sin duda lo que permite considerar a un artista como tal, a ese nivel.

Como suele ocurrir, una semejante y casi prodigiosa capacidad de irradiación no es fruto apenas especulativo o de un mero proyecto. Aunque con cierta sorprendente precisión, hay momentos y actos que llegan a transformarse en destino sin que sus mismos protagonistas parezcan haber tenido en ello arte ni parte. Al menos, conscientemente.

Y si hay un caso singular en tal sentido, ése es sin duda el de Rosalía de Castro (1837-1885). ¿Cómo pudo esta mujer, hija natural de un sacerdote (y en el siglo XIX), nacida en esa Galicia casi feudal y tan entrañable, pero a la que habían obligado a mantenerse apartada de sí misma y del fluir de la cultura europea, con sólo un par de libros de poemas escritos en la lengua de sus paisanos, por entonces injustamente desmerecida y sin brillo, digamos, literario, llegar a convertirse en una escritora de renombre tan universal como para que la mismísima Unesco incluyera su figura entre las cien primeras escogidas para representar mediante una biblioteca la literatura del planeta?

¿Cómo pudo escribirse entonces y en gallego –que, si había llegado en su momento al esplendor medieval de Alfonso el Sabio y los indelebles trovadores galaicoportugueses, hacía ya siglos que fuera despóticamente cegado como idioma en todas sus manifestaciones sociales–, una obra capaz de alcanzar semejante dimensión? ¿Cómo pudo esa obra ser, al mismo tiempo, fundacional para el resurgimiento de su pueblo y su cultura (que tras centurias de inmerecido atraso arbitrariamente impuesto supieron, sin embargo, reconocerse en ella como una identidad nacional), y convertirse a la vez en una de las pocas cimas del mejor romanticismo peninsular? ¿Y cómo pudo lograr que todo eso cuajara sin dejar de ser ni por un momento tan ella misma como para que cada lector se sintiera ligado, de inmediato, casi por empatía, íntimamente a su presencia, como si la hubiera conocido incluso íntimamente?

La irresistible seducción de su doliente sonrisa, nunca apenas melancólica, es la misma sin duda que emana igualmente de sus textos. Y, por qué no decirlo, también de toda su persona. Hay escritores que se nos imponen por el don o por el acierto de sus palabras. Hay otros que, además, a esa gracia le añaden la de su personalidad o la de su circunstancia, que modifican como caja de resonancia a su escritura. Y hay otros, finalmente, de los muy pocos que, como Rosalía, encarnan misteriosamente en su vida y en su obra, a la vez su ser más íntimo y una verdad más general, más evidente, no menos propia, pero también reveladora del sentido profundo de su época.

Pudo ser ella misma fundiéndose en los otros, dejando que los otros fueran a través suyo y, a la vez, y al hacerlo, sólo haciéndolo quizás pudo ser ella misma. Y fue a la vez, sin ademanes, sin retórica, casi visceralmente, no la representante sino el alma viva de su tierra y de su pueblo, pero, siéndolo, y de qué honda manera, misteriosamente también pudo llegar a ser, como ya vimos, enormemente universal. No es casual que un texto literario invista estos poderes, y tampoco que lo haga precisamente a través de la poesía. Pero no es menos difícil que el círculo realmente se complete, y que no sólo todo un pueblo se identifique a sí mismo a través de esa obra, sino que todo el mundo la reconozca a su vez, literalmente, también como un valor universal.

VOZ E IDIOMA

La límpida, tocante voz de Rosalía se encarna entonces en su lengua. Y de un modo tan personal que, como en tantos otros altos casos, su versión a un idioma diferente resulta algo arriesgado. Todo lo cual nos hará ir derivando, imperceptible pero también ineludiblemente, a una cuestión fundamental: la relación de un gran poeta con su idioma.

Hoy sabemos que el lenguaje no es apenas un mero instrumento, un utensilio, un útil, una herramienta. Hoy sabemos que no sólo usamos el lenguaje sino que somos lenguaje, que el lenguaje es el umbral mismo de la condición humana. Somos lenguaje, reitero, y me animaría a decir que, por lo menos en ciertas ocasiones, en ciertas instancias, somos nosotros instrumentos del lenguaje y no sólo a la inversa; es el lenguaje mismo el que nos usa, por lo menos tanto como nosotros lo usamos a él.

En tal sentido, entonces, resulta harto difícil discernir en el gesto espontáneo e inicial de Rosalía: volver a escribir en gallego, cuánto hay allí de puramente sentimental o directamente emotivo, y cuánto de programático-intelectual. De todos modos, si así no fuera, algo hay seguro por lo menos: ese gesto fundador, el de una escritora que se decide a escribir alta poesía en gallego, no puede ser desvinculado de otro hecho no menos perdurable y significativo: los gallegos son uno de los pocos pueblos colonizados del mundo que, contra toda circunstancia adversa, persistieron en mantener vivo su idioma, continuaron hablando su propia lengua, aun cuando la misma había sido cegada en todas sus fuentes sociales y culturales.

Es en el marco de ese Pueblo de la Lengua, de esa cultura oral-campesina, que se le ha de haber infiltrado por las mil peripecias cotidianas de su vida, donde y desde donde surge la fuente rica y persistente de Cantares gallegos (1863) y de Follas novas (1880). No es un caso aislado. Muchas de las grandes poesías del mundo manan de fuentes semejantes. Pero no todas lo hacen desde una comunidad que, como la de los gallegos, fue capaz –insisto– de seguir manteniendo viva, hablante, a su propia lengua prohibida y censurada.

Precisamente en el mismo momento en que aparece la imprenta en el mundo, la alta literatura que venía siendo escrita en gallego es obligada a dejar de existir. Llegamos entonces a este otro momento –que para mí, reitero, es milagroso– en que nos preguntamos: ¿cómo de un pueblo supuestamente iletrado pudo volver a surgir la maravilla de los poemas de Rosalía? Quizá porque aunque pudo ser un pueblo al que se quiso obligar por la fuerza a volverse iletrado (pero nunca inculto), había sido igualmente capaz de sostener –en forma casi inconsciente, orgánica– esa resistencia en el uso de su propio idioma que da personalidad al pueblo gallego a través de los tiempos.

Así asistimos, reitero, a ese auténtico milagro: de un pueblo considerado prácticamente analfabeto, de un idioma que no estaba codificado, que no tenía prestigio, que no contaba con aval intelectual ni académico ni de ningún otro tipo, surge una obra literaria magistral que no sólo inviste cabalmente la identidad más íntima, más honda, personal e intransferible de un ser humano absolutamente singular y único como es Rosalía, sino que, al mismo tiempo, y sin traicionar para nada esa individualidad, esa personalidad tan marcada encarna, constituye, es la identidad de todo un pueblo. Doble milagro, entonces, de ser y de ser visto.

PERSONAL Y COLECTIVO

Al mismo tiempo, esa obra tan personal y tan entrañablemente colectiva se convierte en un clásico de alcance planetario. Y así tienen los poemas de la humilde, entrañable Rosalía de Castro, tal amplitud de alcances como la que se puso de manifiesto en un congreso internacional sobre su obra, en el que participaron cientos de intelectuales y universitarios de todo el mundo, con un total de más de mil quinientas ponencias.

De todo ello, milagro y misterio de la lengua, ambigüedad y precisión, amplitud y sentimiento, está hecha toda gran poesía y, de manera muy especial, la gran poesía de Rosalía de Castro. Así ella pudo ser, y sigue siendo, temblorosa, íntimamente, al unísono la voz que nos susurra sus más remotos y oscuros sentimientos y la voz que nos permite reconocernos en ella, ser en ella, con ella, no sólo como individuos sino como comunidad. Y esa misma voz finamente tocante, puede rozar asimismo no sólo nuestras cuerdas sino también las de otras culturas.

La obra de Rosalía de Castro ha logrado ser al mismo tiempo indisolublemente única e insoslayablemente universal. No es otro el misterio que ha encarnado siempre la gran poesía, la poesía humanísima que está hecha de lenguaje humano. Y que por lo tanto nunca podrá tener por materia algo inerte, ajeno a sí. Pero no todos consiguen ponerlo en evidencia tan tierna, tan íntima, tan prójimamente, de tan seductora y honda, humanísima manera. Volviéndose poesía viva al convertirse en lengua viva, vida encarnada en una lengua viva, ser orgánico, autónomo y soberano de lenguaje: Rosalía, lengua viva.