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Verónica Murguía
Primavera en la ciudad
El DF es muy bonito en primavera. Sí, tenemos que pagar los impuestos, hace mucho calor y el transporte se hace todavía más pesado que de costumbre, pero las calles están llenas de arriates en flor y la luz de estos meses es muy pura. Los atardeceres son espectaculares, dicen que aun más debido al ozono y las partículas suspendidas, pero son bonitos al fin. Y es que estamos acostumbrados a ver esta ciudad como a un pariente feísimo que además tiene malos modales y poca higiene, al que queremos porque no nos queda de otra, pero este pariente tiene épocas en las que anda más soportable. Como ésta.
Para mí, por ejemplo, las jacarandas de esta ciudad son un rasgo muy hermoso, aunque, como dice mi vecina, “ensucian mucho”. Ayer le comenté, ilusamente, lo reconozco:
–Qué belleza de árbol es este, ¿verdad?
Ella me contestó con un mohín de fastidio:
–Ya ni me fijo, ¿crees? Me tiene harta. Mancha el vidrio del coche con unos como puntitos. Que será eso, tú…
–¿Miel?
–¿Existe la miel de jacaranda? Ay, qué importa. Nomás me hace barrer y barrer. Me choca.
–Pero huele rico, ¿no?
–¿Huele? ¿Eso como peste de pis es del árbol? ¡Guácala!
–Eeeh… y a ti, ¿qué árbol te gusta?
¿A mí? Ninguno.
Hasta allí llegó la conversación. Pensaba comentarle que las jacarandas son a los chilangos lo que los cerezos a los japoneses: un hermoso y delicado recordatorio de que estamos en primavera; que las flores son efímeras, como son efímeras nuestras vidas; que el color lila tiene una especie de vibración deliciosa; que la flor parece una copa, un cáliz. Bien cursi, pero muy sentido. Me quedé con un palmo de narices porque las flores desbordan la banqueta y a ella le molestan.
No creo que sea justo con el árbol poner en el mismo saco una lluvia de flores y los empaques de papas fritas, colillas o botellas de refresco vacías, aunque, efectivamente, todo sea susceptible de ser barrido por las mañanas. Iba a argumentar mi defensa de la jacaranda, pero la vecina salió armada de escoba y recogedor. Limpió rencorosamente, con una furia justiciera, hasta que la banqueta quedó sin una mota de polvo o una flor. La vecina me dijo, además, que también odia a los hules, porque rompen las tuberías. En esto le di la razón, aunque odiar a un árbol, sobre todo a uno que da una sombra tan deliciosa, me cuesta mucho trabajo.
En la esquina, sin embargo, hay un árbol que da moras. Los trabajadores de un valet parking las recogen, las lavan y todos nos las comemos. Ese árbol sí que mancha la banqueta de rojo y morado. También mancha la ropa, el pelaje de los perros, el carrito de los chicharrones y todo cuanto hay por allí, pero la idea de comer algo que hemos tomado directamente de las ramas nos apantalla de tal forma que nadie se queja. Huelga decir que para mí este árbol, que si se moviera sería un tránsfuga del bosque, es un milagro. Los frutos son un poco raquíticos e insípidos, está sobre una avenida grande, el pobre, pero siempre hay decenas de pájaros en sus ramas.
Mi vecina lo odia también, porque una vez le cayó caca de pájaro en el pelo.
Debajo del árbol, en esta época, las codornices dan exhibiciones del baile con el que se cortejan. Es hipnótico: se abre un ala que muestra un interior color cobre que brilla como metal pulido y la codorniz da una vuelta, como si la punta del ala fuese un pivote. La otra retrocede y a veces abre el ala también.
También en esta época se cortejan las palomas. Aunque estoy consciente de que las palomas son una plaga en el DF, en primavera me gusta verlas. Voy a los Viveros a mirar cómo el macho esponja el pecho y zurea roncamente, la hembra se hace la loca, uno avanza, la otra retrocede, etcétera. En las copas de los árboles las ardillas se persiguen con alardes circenses y abajo las ratas se esconden y desde las coladeras miran, con ojitos brillantes como canicas, a los corredores. Para rematar hacen su aparición triunfal los colibríes, los adultos y los chiquitos en este caso, diminutos chistando y zumbando. En mis macetas, las plantas que sobrevivieron al invierno, y a mis cuidados, comienzan a echar brotes.
Claro que los gatos entran en celo y no nos dejan dormir con sus maullidos; el vecino que tiene karaoke y que es aficionado a cantar “La maldita primavera” se pone a practicar como si estuviera cumpliendo una manda y los adolescentes se besuquean con tal fervor que van tropezándose con los postes. Es primavera.
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