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No hay Juan sino Juanes
LUIS GARCÍA MONTERO
Nombrar con nombre imposible
DANIEL FREIDEMBERG
Los fantasmas con un sollozo mudo
EDUARDO HURTADO
Juan Gelman o “Los hielos de la furia”
VÍCTOR RODRÍGUEZ NÚÑEZ
Don Juan Gelman
ENZIA VERDUCHI
Juan Gelman: palabra de hombre
JOSÉ ÁNGEL LEYVA
Juan Gelman, su poética
JUAN MANUEL ROCA
Un poeta metido en el baile
JORGE BOCCANERA
Tres poemas inéditos de Juan Gelman
Juan Gelman: del poeta, de la tragedia y la esperanza
JUAN RAMÓN DE LA FUENTE
La Vibración del poema
RICARDO VENEGAS entrevista con MARIO CALDERÓN
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Nombrar con
nombre imposible
Daniel Freidemberg
¿Qué está diciendo Gelman cuando escribe “La palabra hizo al dios/ del este, oeste, norte, sur y cuando/ se quita el cinturón en medio/ de olas negras es un acto de fe”? ¿Quiere decir que el dios subyacente en los dioses de las diversas culturas fue hecho por la palabra, y que, aun así, cuando esa palabra logra soltarse de aquello que la circunda y determina, lo hace por un acto de fe, ya que quién podría saber qué va a ser de una palabra arrojada de ese modo, si el desatarse de la palabra se da en medio de un vaivén ajeno y oscuro, inescrutable, que la puede ahogar? ¿Padecería siempre esa amenaza cualquier intento de liberación de la palabra? Es decir, cuando la palabra empieza a reconocer que puede ser otra cosa que instrumento útil o argamasa reafirmadora de vínculos, que “algo vivo” late en ella, y cuando entran a bullir las fuerzas que subyacen en las coyunturas y los alrededores del lenguaje, pueden advenir a la conciencia –o a rincones de la conciencia, o a la experiencia de vivir– momentos parecidos a la iluminación o a la verdad o al desconcierto lúcido; y todo entonces empieza a estar en peligro, y la “comunicación” se deshace en añicos irrisorios, y es muy difícil incluso saber no sólo cuál va a ser el próximo paso a dar sino si habrá un paso. Pero, además, cuando la palabra se libera hay desamparo, no tanto porque se dejan de compartir convenciones y lugares comunes como por todo lo que ocurre al darse la maravillosa y ominosa posibilidad de entrever lo que la palabra de uso corriente sustituye y oculta. Es un acto de fe, entonces, suponer que vale la pena intentar eso que en el acto de quitar el cinto a la palabra se está intentando: ¿está hablando Juan Gelman de su propia tentativa cuando escribe esas líneas, las primeras del poema “El cinturón”, de su último libro, de atrásalante en su porfía?
Quizá él lo sepa. Hay buenos motivos, en todo caso, al leerlas, para pensar qué es lo que están diciendo esas líneas. Y, además de esas líneas, el poema entero, y en buena medida, el libro. No exactamente –aunque en parte sí– si se lo piensa como escritura que se dedica a reflexionar sobre sí misma, sino en tanto su obstinación y el interrogante que la desvela es todo aquello, inconmensurable e innominable, que se desata en el acto de escribir, y todo lo que en ese desatarse se pone a prueba. Todo de atrásalante en su porfía, aun más lejos, todo lo que Gelman viene escribiendo desde Valer la pena (2001), forma parte de esa apuesta a un trabajo de tanteo, develación e interrogación de la escritura (y en la escritura y con la escritura) que también es tanteo, develación e interrogación de (y en) lo que se llama “la vida”, o “la realidad real”. Y lo es, puede serlo, porque a cierta altura de la experiencia de escritura y de vida, una búsqueda es la misma que la otra, no como algo que pueda decirse de la poesía en general, sino de la que escriben poetas como Paul Celan, Juan de Yepes, Samuel Beckett o Juan Gelman.
Claro que, si cada frase o verso que escribe Gelman es mucho más un inicio que una conclusión, bien puede ser que sea algo muy distinto a lo anotado aquí lo que aparezca en la lectura, o que ambas posibilidades sean válidas, o alguna más. Si la cosa “no está clara” por algo es, y no solamente por todo lo que se perdería en cuanto a sentido si hubiera “claridad”, sino tal vez, y sobre todo, porque es mejor no saberlo. Las explicaciones, los enlaces lógicos, para este tipo de pensamiento, son un estorbo, pero no porque se apueste al delirio, a la manera surrealista, sino a otro modo de relacionar conceptos y cosas, único modo quizá de acceder a algunas notables o perturbadoras verdades.
Así, a los cuatro versos iniciales citados, siguen, sin necesidad aparente, pero respondiendo a una lógica impecable (por necesaria), otros cuatro: “A ver quién la seduce [a la palabra] y escribe/ su cerca-lejos bajo/ el peso de los aguijones/ que comen y se van.” Y después, insólitamente, otro par: “Está lentísima la piedra/ en su ritual de tiempo agarrado.” El lector sabrá a qué vienen. O deberá ponerse a considerarlo, o a buscar en sí mismo. O dejarlo para después mientras se enfrenta al par de líneas finales: “Entre el azar y la palabra/ nace un nombre sin nombre.” Parece un hallazgo pero es una irrupción, como si el devenir urdido a lo largo de las etapas del poema debiera llevar a advertir la presencia de un “algo” que no alcanza a ser la palabra y tiene que ver con ella: “nombre sin nombre” dice el poema, y a buscar eso se viene dedicando Gelman, porque nadie como él ha demostrado saber que los nombres no pueden nombrar. Insuficiencia del lenguaje es la cuestión: como si esa conciencia –la de que el lenguaje padece una insuficiencia constitutiva e irreparable para lograr lo que constituye su razón de ser– fuera no sólo la atmósfera ineludible en medio de la cual lleva a cabo su trabajo, sino también su trabajo fuera, especialmente, hurgar en ella, desafiándola y poniéndola a la vista. De hecho, la insuficiencia se vuelve material de trabajo y, tanto como el lenguaje, Gelman trabaja la insuficiencia del lenguaje. Y a veces, también es su tema.
Se dirá, y con razón, que la mejor poesía siempre ha trabajado esa insuficiencia, pero muy pocos lo asumieron tan a fondo y tan lúcidamente, incluso porque ahí estaba, a mano, la otra gran opción ante su desafío: el sinsentido, la palabra voluntariamente vaciada, la no-palabra, la poesía visual, el gorgoteo, la renuncia a la palabra, el puro ruido o la pura gestualidad. La opción de Gelman ha sido otra ya desde que, en la búsqueda que resultaría en Citas y comentarios (1982), se acercó a los textos de Santa Teresa y San Juan: si, durante el exilio al que lo había arrojado la dictadura argentina, en el anhelo de un encuentro con Dios que percibía palpitante en los poetas místicos pudo reconocer y volcar el amoroso vacío de la presencia ausente de un país inalcanzable, aquellos trémulos cantos de amor en segunda persona no le hablan específicamente a una divinidad ni a una patria. Se puede suponer que es mucho más lo invocado, y en todo caso lo que está callado en ellos no por nada calla. “Cuando las palabras logran decir lo que dicen y además decir lo que no dicen, y de esa manera logran callar lo que dicen. [...] para mí sería un ideal llegar ahí”, declaró Gelman, en una entrevista, y esa sigue siendo su empresa.
Mucho antes, en 1956, un libro de Juan Gelman, el primero, marcó un hito en la poesía de su país. No es tan importante que con Violín y otras cuestiones se iniciara, como se dice, lo que se llamó “la generación del ’60” o “el coloquialismo de los 60” en la Argentina, sino la gama de posibilidades que se abrían y el camino que se habilitaba con aquellos versos estremecidos y tristes, políticamente jugados y maravillados ante la aventura de vivir, sobre todo debido al entonces inconcebible aire de soltura y franqueza que los animaba y que permitió a muchos de los más jóvenes sentir que ahora era posible escribir poesía de una manera argentina, sin pedir permiso a otras tradiciones poéticas ni forzar un “argentinismo” programático, sino yendo a cierto trasfondo profundo de la lengua hablada. A eso que se podría llamar un “trasfondo”, un principio básico de la voz en la escritura, Gelman no lo abandonó nunca, aun cuando, pese a haber sido su iniciador, fue también el primer “sesentista” que se apartó del coloquialismo, en esa descomunal operación de ruptura y reelaboración de poéticas que fue Cólera buey (1965).
Como lo que sigue, a partir de ahí, es cerca de una treintena de libros, y como, en palabras del propio autor, “cada libro es obediencia a una obsesión particular que buscaba agotarse”, en el intento de agotar cada una de las obsesiones, la poesía de Gelman atravesó muchas etapas, encontró soluciones muy diversas para los problemas que esas obsesiones y esas etapas le planteaban, y arrastró en esa tarea una cantidad enorme de cuestiones y de actitudes ante esas cuestiones. Una de entre esas etapas puede destacarse porque constituye un caso único en la poesía de la lengua: si la obra de Paul Celan, se ha dicho, nace de la imposibilidad de poetizar a partir de la existencia de Auschwitz, en su Carta abierta, de 1981, la palabra de Juan Gelman habla con la ausencia de su hijo Marcelo, secuestrado en 1976 por un comando militar y entonces desaparecido: en vez de hablar del dolor, lo que hace Gelman es poner a hablar al dolor mismo, que es a la vez hacer hablar al amor, a la incertidumbre sin remedio, a la imposibilidad de entender y de pensar. Ningún poeta pudo escribir sobre el literalmente inenarrable agujero negro de la última dictadura argentina como lo hizo Gelman (Hechos, Notas, Carta Abierta, Si dulcemente, Exilios), porque Gelman no escribió sobre la dictadura: puso en vilo con todos sus desgarros y contradicciones a la palabra que no podía hablar, que no tenía cómo hablar, cuando toda palabra pública era disfraz para la mudez. Parece inevitable que el paso siguiente fueran Citas y comentarios y luego un fructífero período, con puntos notables como Salarios del impío (1993), Dibaxu (1995) e Incompletamente (1997). Lo que sigue después es como si el camino llegara a un punto y se abriera un abismo: una escritura de apariencia “seca”, menos fluida y un mundo a veces sombrío o doloroso y por lo general incierto, en el que suelen aflorar palabras como “espanto”, “muerte”, “castigo”, “sangre”, donde cada cosa tiende a diluirse o desvanecerse y nada es lo que es más que en el momento en que se nombra, porque inmediatamente se licúa o queda contradicho. Aquel poeta que era dueño de una gracia y de una soltura “espontáneas” que daban a su escritura un particular poder de seducción parece de golpe tener que enfrentarse a algo así como una dificultad para el canto, y lo notable, lo prodigioso, es que precisamente de ahí, del trabajo con la dificultad parece hacer poesía.
Si aquello que las palabras no alcanzan a decir es parte de lo que el trabajo de la escritura muestra, dar cabida en el poema a eso que cuesta mirar o pensar es parte de la ética. El poeta sentimental y combativo de los años sesenta y setenta parece mutar en el poeta de la amargura, pero no es amargura la palabra que cuadra, sino desolación. Alguien tocó la áspera realidad de fondo: esa fría claridad seguirá iluminando sus poemas, sin queja, sin deleitarse en la desgracia o el desencanto, y él, así como un místico se abandona a la noche de Dios, se hace cargo sin reservas del lugar al que ha llevado lo vivido, para, desde ese duro e incierto suelo, redescubrir su mundo y el mundo. Lo irreparable, pero también las pequeñas maravillas que se obstinan en manifestar que son posibles: “Hay caricias sin freno,/ saludan la voz íntima/ de lo que aparece cuando se va/. Lo todo pasa/ de sí a sí como la flor/ que no se mira la belleza.”
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